El error de Charlie Hebdo
Debo confesar que a mí Charlie Hebdo no me hace gracia. Y eso es un problema para un semanario que se define satírico, y que más bien me parece que recurre al juego fácil (o sucio). Como si en la fiesta de cumpleaños de un niño de tres años, dos abuelos se presentan con sus regalos; uno de ellos con un refinado juego educativo, y el otro con una caja con los personajes de la serie de dibujos animados favoritos del pequeño, Peppa Pig. El pequeño se lanza sin dudar sobre este último. Los dos consuegros eran hombres de mundo y el abuelo pedagógico le dice amablemente al de Peppa Pig: “Has jugado fácil, has ido sobre seguro”. Como es muy educado, dice “has jugado fácil” y no “has jugado sucio”, que en este caso serían más o menos sinónimos.
Charlie Hebdo juega fácil, apuestan sobre seguro, más seguro imposible. Y así venden copias. Llegan a una vulgaridad tan exagerada que acaba resultando paradójicamente inocua, pero con una vehemencia ideológica tan ofensiva que llega a hacer daño realmente a los que creen en algo.
Emmanuel Macron, la mayor parte de los medios franceses, los intelectuales que firman llamamiento, los “yo soy Charlie Hebdo” hacen como el abuelo del regalo de Peppa Pig. Dicen: “La blasfemia forma parte de la inviolable libertad de expresión”, y esta forma parte de los derechos universales del hombre. Es el reflejo opuesto de un Estado islámico, como por ejemplo Pakistán, donde la blasfemia es delito penal. Pero Francia presume de libertad para blasfemar, mientras no concede libertad para llevar velo o cualquier símbolo religioso.
Creo que estamos ante dos errores: la religión corrompida hasta llegar al fundamentalismo y la laicidad que llega a coincidir con el nihilismo. Ambas posiciones, reflejos opuestos, generan intolerancia. Una brutal y desesperada a golpe de macheta, otra a base de cuchilladas de papel. Pero en todo caso el que es diferente es un enemigo que hay que neutralizar. Yo, yo no soy Charlie Hebdo.
Sería bueno salir de esta dialéctica perversa. El plan por el que volver a empezar no debe ser el de la ley ni el derecho penal sino el cultural y, en todo caso, el deontológico. Pero sobre todo el cultural. La modernidad ilustrada creyó que proponía una buena vida separando a la sociedad de las confesiones religiosas. Pero ignoró el sentido religioso. No se trata de la opción opinable de una organización religiosa sino de una necesidad constitutiva de la persona humana: exigencia de significado, razón para vivir, necesidad de cumplimiento, de no ahogarse en una nada desesperante, deprimente o violenta, o simplemente mediocre y resignada a la monotonía que solo rompe de vez en cuando algún que otro breve destello lúdico.
El conflicto entre laicidad y religiones no solo alimenta una abstracción ideológica inútil. El nivel del sentido religioso, o como lo queramos llamar, es donde los hombres pueden encontrarse con un interés común, sin quedar sofocados por la nada. ¿Se puede hacer humor y sátira a este nivel? Sí, señalando las insuficiencias, torpezas, mediante chistes y humor (“y al séptimo día sonrió”). Pero nunca un insulto, que solo hace reír a los sádicos.
Luego está el lado deontológico, pues no todo se resuelve por vía penal. Hay profesiones, como la periodística, que requieren sabiduría y equilibrio entre la libertad de expresión y la autorregulación. Hay varios códigos, como el de la tutela de los derechos de los menores, que establecen límites a la libertad de expresión. Y no es que amemos menos la libertad, es que también amamos la seriedad.