`El entrelazamiento de los destinos colectivos impide definir nuestro bien como el reverso del mal de otros`
Analizamos en profundidad con Daniel Innerarity el momento de la campaña electoral. Para el catedrático de Filosofía Política, existe una invasión de la mentalidad de campaña en todos los momentos del proceso político.
En las campañas electorales se producen situaciones de polarización, pero parece que desde diciembre de 2015 estamos en un escenario nuevo. La polarización ha aumentado tanto que parece haberse disuelto el “nosotros” de un país compartido. ¿Exageramos cuando aseguramos que se disuelve el “nosotros compartido? ¿Hay alguna relación entre esta disolución y la aparición de cordones sanitarios a izquierda y derecha?
Me da la impresión de que hay estrategias de los partidos, de unos más que de otros, que han puesto en marcha dinámicas que luego son difíciles de parar. En términos estructurales me parece que se podría hablar de una invasión de la mentalidad de campaña en todos los momentos del proceso político. ¿En qué se caracteriza una campaña? En que polariza y se critica al adversario (a veces en exceso). El problema es que luego hay que pactar con él y aquellas estrategias que sirvieron para ganar dificultan posteriormente la acción de gobierno, cuando se requiere la colaboración del adversario.
¿La polarización política es un falso espejo de la vida social? ¿En nuestro espacio público hay sujetos que se narran, hay relaciones interpersonales y relaciones entre entidades sociales más sanas de las que se dan en la política de partidos?
Es normal que en la política haya una dramatización de los antagonismos que no tiene por qué coincidir con el que hay en la vida real. En la política hay siempre esos dos elementos (antagonización y escenificación) y los ciudadanos tendríamos que aprender a descodificar un poco lo que observamos en la esfera política. Lo que ocurre es que a veces en la vida los personajes que interpretamos terminan devorando a la persona que somos.
Los estudios sociológicos reflejan un interés sostenido por lo político, pero una desafección hacia los líderes políticos. Parece imposible pensar en la política como una vocación animada por un ideal. ¿Qué nos ha pasado? ¿Tenemos graves carencias culturales y educativas?
En mi último libro “Comprender la democracia” analizo un problema que me preocupa desde hace tiempo. Hablamos de una ciudadanía que decide y controla, pero lo cierto es que carecemos de las capacidades necesarias para ello por falta de conocimiento político, por estar sobrecargados, incapaces de procesar la información cacofónica o simplemente desinteresados. El origen de nuestros problemas políticos reside en el hecho de que la democracia necesita unos actores que ella misma es incapaz de producir. Una opinión pública que no entienda la política y que no sea capaz de juzgarla puede ser fácilmente manipulable.
A menudo parece que, desaparecido el voto de pertenencia, lo que prima es el instinto o el sentimiento, quizás un deseo de defender ciertos intereses o el miedo a la derecha o a la izquierda. ¿Es esto reversible?
Es cierto que venimos de una cultura que no sabe muy bien qué hacer con las emociones y que, en este tema, se polariza entre quienes tienen una profunda desconfianza frente a la presencia de los sentimientos en política y los que, sabedores de este vacío sentimental, utilizan de una manera populista los sentimientos. Como tantas veces ocurre con los antagonismos, unos y otros se realimentan: el empeño de unos por vaciar sentimentalmente la política es visto por otros como una oportunidad de llenar ese hueco mediante la movilización sentimental, lo que a su vez acrecienta la desconfianza en los primeros y continúa alimentando la espiral. Uno de nuestros grandes desafíos a la hora de pensar de nuevo la función de la política consiste precisamente en examinar cómo los sentimientos configuran el espacio público, qué función pueden ejercer en él. Sólo entonces podríamos establecer cuándo y por qué los sentimientos debilitan la democracia y bajo qué condiciones sirven, por el contrario, como recursos democráticos y emancipadores.
Debemos considerar los sentimientos como una forma de experiencia política y de saber social. Las emociones están presentes en todos los ámbitos de la vida y en todas las acciones. No hay, por ejemplo, conocimiento sin emoción. Los sentimientos y la racionalidad no son cualidades excluyentes. Ambos son praxis sociales y ambos son formas específicas de conocimiento. Conocemos también a través del miedo o la confianza, que son formas de relacionarse cognoscitivamente con la realidad.
Desaparece el voto de pertenencia a los partidos tradicionales y sin embargo adquiere fuerza el voto identitario. En una sociedad cada vez más fragmentada parecen interesar no tanto ofertas políticas con soluciones generales sino opciones de sectores sociales que quieren hacer oír su voz. ¿Por qué las agendas se fragmentan? ¿Es posible reconstruir una agenda común?
De entrada, una sociedad compleja, en la que hay un pluralismo profundo e irreversible, no permite una definición sustancialista del bien común. La subordinación de todos los egoísmos individuales a un ´bien del conjunto´ es algo que no se produce de manera intuitiva o automática. Podría decirse que esta ambigüedad es constitutiva de nuestras sociedades y que la política consiste precisamente en articular ese espacio de discusión, que ya no está tutelado por ninguna autoridad indiscutible, protegiéndolo así frente a cualquier intento de monopolización.
Al mismo tiempo, nos encontramos en un momento histórico en el que esta ampliación del propio interés resulta especialmente necesaria. El bien común ha perdido su referencia fija a un marco estable de identificación y gestión, como pudiera ser el ámbito del estado nacional o el de una comunidad claramente delimitada; se desborda y se particulariza, a la par que se amplían y fragmentan los sujetos a los que puede referirse. Hay movimientos que obligan a considerar que somos más de los que estamos (emigración, procesos de integración en espacios políticos más amplios, globalización), mientras que en ocasiones nos encontramos con la exigencia de particularizar y atender a una pluralidad mal advertida (procesos de descentralización, atención a las minorías, discriminaciones positivas).
¿Qué nos permitiría reconstruir un nosotros, una tensión a lo que antes se llamaba el bien común? Es un concepto que cada vez suena más abstracto en la vida cotidiana de la gente.
La pregunta que formulaba, con intención crítica, Claus Offe: ¿para quién es bueno el bien común?, es decir, de qué comunidad estamos hablando, quién forma parte de los favorecidos, puede declinarse hoy de otra manera, indicando los bienes comunes de la humanidad que ya no favorecen a unos frente a otros, del mismo modo que tampoco las amenazas compartidas hacen distinciones y salvedades. La presencia de estos bienes comunes hace que cada vez tenga menos sentido considerar el clima, la estabilidad financiera o la seguridad como bienes de unos o perseguirlos a costa de un tercero. En la era de las interdependencias crecientes sigue habiendo intereses exclusivos, por supuesto, pero el entrelazamiento de los destinos colectivos impide definir nuestro bien como el reverso del mal de otros o pensar que se puede conseguir un bien propio sin promover, aunque sea de manera lateral e involuntaria, el de otros.
“Es normal que en la política haya una dramatización de los antagonismos que no tiene por qué coincidir con el que hay en la vida real”
“Falta conocimiento político, por estar sobrecargados, incapaces de procesar la información cacofónica o simplemente desinteresados”