El enigma del tiempo, la voz de un anuncio

Cultura · Costantino Esposito
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31 diciembre 2018
Desde el dormitorio del apartamento donde vivía antes, una séptima planta frente a una antigua fábrica transformada en facultad universitario, de vez en cuando me pasaba que cuando estaba a punto de dormirme, en verano –con las persianas por la mitad y la ventana abierta–, percibía una señal típica de dos notas que anunciaban una llegada o salida en la cercana estación central.

Desde el dormitorio del apartamento donde vivía antes, una séptima planta frente a una antigua fábrica transformada en facultad universitario, de vez en cuando me pasaba que cuando estaba a punto de dormirme, en verano –con las persianas por la mitad y la ventana abierta–, percibía una señal típica de dos notas que anunciaban una llegada o salida en la cercana estación central.

De día era imposible distinguirlo, por el ruido del tráfico y el continuo vaivén de estudiantes y de los bares de la zona. Pero de noche, en esas noches donde el silencio baila sobre la brisa húmeda del mar, a menudo llegaba esa voz de mujer que presidía la noche y orquestaba el paso del tiempo. Pensándolo bien, ¿cuántos y cuáles podían ser los trenes que llegaran o salieran a tan altas horas de la noche? Quizás solo fueran convoyes de paso, cargados de mercancía, que salían o se dirigían al puerto. Pero esas dos señales que daban paso a aquella voz me hacían percibir algo aún menos palpable que la brisa misteriosa pero al mismo tiempo más concreto que los trenes que iban y venían: eso tan enigmático y sin embargo tan evidente que es el tiempo.

En ese estado tan especial que es el umbral del sueño, cuando estamos a punto de dormirnos o recién despertados, lo que sabemos y poseemos como forma de nuestra conciencia ya no se rige por un orden consecutivo sino que empieza a desbordarse; y lo que normalmente permanece custodiado en una cierta zona y secuencia de nuestra memoria comienza a asociarse libremente, reclamando como de lejos y despertando a personas, imágenes, nociones que se mezclan en nuestra mente, no con el peso de quien debe acumular informaciones sino con la ligereza de quien mira el mundo desde arriba, como si fuera volando.

En una de esas noches, la mujer encargada de anunciar, soberana del reino, llamó con su ritmo y cadencia habituales un tren que trajo a visitarme a Aristóteles. Descubrí entonces porque efectivamente el gran filósofo griego siempre llegaba puntual, justo a tiempo, al encuentro de las esperas del alma y las preguntas de la razón.

¿Pero qué tiene que ver, me preguntarán los lectores y también yo mismo, el IV libro de la Física de Aristóteles con el anuncio sordo de las llegadas y salidas de la estación central? El gran griego escribió que para comprender el tiempo hay que partir del movimiento, del paso de algo que cambia de su potencia al acto, pero que sigue siendo en potencia otra cosa… Pero este movimiento, en sí mismo, no es aún tiempo, porque para comprender el tiempo hace falta que lo que pasa, lo que se mueve, lo que cambia, se mida como un paso del “antes” al “después”. Pero no existe algo que sea en sí mismo el antes, el durante y el después. Estos solo existen porque existo yo, es decir, un alma, una psyché que los mide. Esta medida es el tiempo. Mejor dicho, el tiempo es este ser medido el movimiento por parte de un alma, una voz, la voz de la misteriosa anunciadora que dice al movimiento de vez en cuando cuál es su medida, y en virtud de esta medida lo hace llegar o partir.

Este es el misterio que habita en la estación: el enigma del tiempo, que es como la voz del anuncio. Haciendo vibrar el aire hasta llegar a mi dormitorio, la voz del tiempo abre una profundidad inédita al espacio, una cuarta dimensión que lo hace vivido. El tiempo convierte al espacio en experiencia, porque hace que lo veamos no solo como una geometría de grandezas, de abstractas relaciones mecánicas, sino como el relato de una historia viva, el movimiento en que cada uno de nosotros está implicado, aunque solo sea midiendo y contando.

¿Pero qué contamos con el tiempo? El pasado, tal vez. Pero el pasado no existe, ya no está. El futuro entonces. Pero el futuro no existe, todavía no está. Por tanto, el presente. Bendito presente, porque en el instante en que intento fijarlo ya se ha ido, es el lugar donde algo llega para pasar, llega de paso y se va. ¿Pero dónde va? ¿Se disuelve en la nada o se queda en alguna parte?

Estaba ya cediendo al sueño cuando Aristóteles –no yo, os lo aseguro, sino él, con una decisión a la que yo no podía más que asentir– llamó a lo lejos a Agustín. Ese Agustín que en el libro XI de sus Confesiones escribió que el tiempo no se mide fuera de nosotros, sino en nosotros, en nuestra alma. Más aún, lo que permanece del tiempo que pasa, su mismo “ser”, es la vida de mi propia mente, el corazón de mi yo. El pasado se queda como memoria, el futuro se anticipa como espera, el presente vive en mi atención a la realidad que me sucede ahora. Y ahora puedo dormirme, ahora llega por fin el último rasgo que me hace caer en el sueño. Sorprendido y contento, habiendo descubierto que mañana recuperaré el tiempo que ahora me parece dejar. Aunque al despertar ya no pueda oír la voz anunciadora por el murmullo continuo de voces y ruidos. Tal vez no sabré repetir este misterio, pero lo viviré, lo seré, como cada mañana, esperando la bondad de la noche para darme cuenta de su don.

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