El dolor que siembra la curación

Mundo · José Luis Restán
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21 marzo 2010
Es un documento inédito en la historia de la Iglesia. El Papa se dirige a su pueblo a pecho descubierto, con el corazón sangrante y lágrimas en los ojos, sin retórica ni falsos recursos, con la única arma de la fe y la confianza en el Dios que ha prometido no abandonar a su Iglesia. Aquí está todo sin trampa ni cartón, ante Dios y ante los hombres: la horrible traición de algunos de sus hijos, un oscurecimiento en los corazones que ni siquiera siglos de persecución han conseguido y la vergüenza por la incapacidad de algunos pastores de la grey; pero también la luz que viene de siglos de tradición cristiana, la conciencia del bien que ha nacido de esa luz y que se ha difundido por el mundo a través de generaciones de familias, de monjes y misioneros. Padre y hermano, maestro de la fe apostólica y cristiano escandalizado y herido por estos terribles crímenes: así se ha presentado Benedicto XVI ante cada uno de los católicos de Irlanda.

El Papa propone a todos el camino del dolor, del arrepentimiento y la penitencia. Palabras que los mercachifles de la postmodernidad pueden despreciar, pero que son una vía maestra en la historia de la Iglesia. El camino será largo, porque se trata de sanar los corazones y alumbrar las conciencias, y eso no se consigue sólo con decretos y medidas disciplinarias, aunque éstas sean necesarias. Se trata sobre todo de volver a beber de la fuente viva de la caridad en la verdad, que la Iglesia, a pesar de estar herida en su cuerpo, no deja nunca de atesorar.

La Carta señala algunos de los elementos que han dado lugar a la crisis actual. Una incapacidad de la guía de la Iglesia en Irlanda para afrontar el acelerado cambio social de las últimas décadas, la decadencia de la vida sacramental, la irrupción en ámbitos eclesiales de formas de pensamiento tomadas de la cultura ambiental sin la necesaria referencia al Evangelio, los procedimientos inadecuados para seleccionar a los candidatos al sacerdocio y a la vida religiosa, su insuficiente formación espiritual y humana. También reconoce "una preocupación fuera de lugar por el buen nombre de la Iglesia y por evitar el escándalo" cuyo resultado fue la no aplicación de los mecanismos de sanción, y la desprotección de la dignidad de las personas. Todo esto necesita ser reconocido, juzgado a la luz de Cristo y saneado hasta la raíz, y para ello el Papa ordena con su plena autoridad una serie de medidas que ya se están poniendo en marcha en toda la isla. En concreto ha decidido una Visita apostólica a varias diócesis, seminarios y Congregaciones religiosas, así como una gran Misión a nivel nacional para los obispos, sacerdotes y religiosos, que les permita redescubrir las raíces de su vocación.

Pero quizás el timbre más agudo y conmovedor de esta carta se encuentra en el punto 6, en el que Benedicto XVI se dirige directamente a las víctimas de los abusos. "Habéis sufrido inmensamente y me apesadumbra tanto. Sé que nada puede borrar el mal que habéis soportado. Vuestra confianza ha sido traicionada y violada vuestra dignidad… Sé que a algunos de vosotros les resulta difícil incluso entrar en una iglesia después de lo que ha sucedido…". No creo que ningún Papa haya hablado así en toda la historia. Reconoce que a las víctimas les será difícil perdonar y reconciliarse con la Iglesia, pero les implora que no pierdan la esperanza, que se confíen a Cristo, que aún lleva las heridas de su sufrimiento injusto. Les asegura que esta Iglesia renovada por la penitencia y la caridad sigue siendo su casa, el lugar donde podrán experimentar la curación interior y la paz, y les anuncia su disposición a encontrarse con ellas cara a cara, como ya hizo en Estados Unidos y Australia.

El tono de la Carta se vuelve duro hasta el extremo cuando se dirige a quienes han abusado de los niños: "Habéis traicionado la confianza depositada en vosotros por jóvenes inocentes y por sus padres. Debéis responder de ello ante Dios Todopoderoso y ante los tribunales debidamente constituidos. Habéis perdido la estima de la gente de Irlanda y arrojado vergüenza y deshonor sobre vuestros semejantes… Junto con el inmenso daño causado a las víctimas, un daño enorme se ha hecho a la Iglesia y a la percepción pública del sacerdocio y de la vida religiosa". Les reclama arrepentimiento, expiación, admisión abierta de sus culpas y sometimiento a las exigencias de la justicia, pero les invita a no desesperar de la misericordia de Dios.

También resuenan, paternales y severas a un tiempo, las palabras dirigidas a los obispos de Irlanda, algunos de los cuales han fracasado lamentablemente a la hora de afrontar esta crisis. Reconoce el Papa que era difícil comprender la magnitud y complejidad del problema y tomar las decisiones adecuadas, a la vista de los pareceres contradictorios de los expertos, pero aun así sostiene que "se cometieron graves errores de juicio y hubo fallos de dirección", lo que ha socavado gravemente la autoridad de los obispos. Es la hora de un profundo examen de conciencia, de una purificación y renovación personal imprescindibles. Les pide también pleno compromiso con las autoridades judiciales y con las normas establecidas por la Iglesia para la protección de la infancia. Nunca más la alza cultura de la ocultación y el silencio.

Las medidas establecidas para prevenir y castigar estos delitos son imprescindibles, pero el Papa advierte a los católicos de Irlanda que no bastarán para superar esta crisis. "Hace falta una nueva visión que inspire a la generación actual y a las futuras generaciones a atesorar el don de nuestra fe común… tenemos que encontrar nuevas modos para transmitir a los jóvenes la belleza y la riqueza de la amistad con Jesucristo en la comunión de su Iglesia". Éste es el programa que Benedicto XVI propone a toda la Iglesia que camina en Irlanda. La Carta concluye con una preciosa oración en la que el Papa Ratzinger habla como uno más de los católicos irlandeses: "Que nuestro dolor y nuestras lágrimas, nuestro sincero esfuerzo para enderezar los errores del pasado y nuestro firme propósito de enmienda, den una cosecha abundante de gracia".

Lección histórica de Benedicto XVI a trescientos sesenta grados. Para los cínicos y los hipócritas, que sólo pueden quedar desconcertados; para los arribistas que buscan desde dentro la deconstrucción del cuerpo eclesial; para los guardianes de un falso orden que aconsejaban no reconocer el daño y lavar la ropa sucia en casa. Pero sobre todo, una esperanza fiable para las víctimas y para cuantos desean humildemente sanar el cuerpo herido pero amado de la Iglesia.

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