El doctor Zhivago y el coronavirus
Si no fuera por la pandemia, en este tiempo Moscú se estaría preparando para los desfiles militares que este año, en el 75 aniversario de la Victoria, se esperaban especialmente fastuosos. La realidad es que, después de posponer indefinidamente el referéndum de la Constitución del 22 de abril, para el que gobierno trabajó intensamente durante meses, Putin se ha visto obligado a retrasar también los festejos del 9 de mayo, tal vez a primeros de septiembre.
La dura realidad, la guerra cotidiana contra el Covid-19 que estas semanas se extiende por Rusia de manera exponencial, deja al desnudo –como en el resto del mundo– los problemas sociales y económicos existentes, y como en el resto del mundo hace caer como castillos de naipes lo que hasta ayer parecían proyectos fundamentales y prioridades irrenunciables. Vale para las personas, para las ideas, para las instituciones, y también para las religiones y comunidades eclesiales. Paso a paso, en la sucesión de días y semanas encerrados en cuatro paredes, con una lentitud exasperante para los que estamos acostumbrados a medir el tiempo y el espacio al ritmo de nuestras agendas, cada vez más apretadas, la realidad se ha tomado su revancha.
Pero no solo se trata de haber echado el freno bruscamente. Bien pensado, también es una brecha que se abre a nuevos horizontes y a nuestra profundidad interior. Lo percibo en muchas conversaciones, escuchado y leyendo lo que se comparte en redes sociales. Ya lo decía Sinjavsky, cuando contraponía el vínculo cósmico del hombre tradicional al nuestro, el de gente que ha pisado la Luna y que hasta hace dos meses pasaba tranquilamente de un continente a otro, acumulando conocimientos, dinero, éxitos y acaso sufrimientos, coleccionando objetos aunque sin haber explorado nunca, en la mayoría de los casos, los confines del propio yo. Sinjavsky englobaba todo eso en un gesto sencillísimo: “Antes de agarrar la cuchara, el campesino comenzaba haciendo la señal de la cruz y solo con ese gesto reflejo se vinculaba a la tierra y al cielo, al pasado y al futuro”.
Frente a otra guerra, la inmensa catástrofe de la segunda guerra mundial, Boris Pasternak tuvo otra intuición, la lúcida percepción del “benéfico”, aunque terrible, grito de la realidad, para que todo un país pudiera despertar de la hipnosis de la ideología en la que había vivido durante décadas. En mayo se cumplen sesenta años de la muerte de este escritor, literalmente “quemado”, como diría mi gran amiga la pianista Marija Judina, por la despiadada caza que le esperaba tras la publicación del Doctor Zhivago y la asignación del Nobel.
De hecho, Pasternak escribió en su novela, describiendo las fechorías del régimen totalitario: “Creo que la colectivización ha sido una medida equivocada, un fracaso, y no se podía reconocer el error. Para ocultar el fracaso había, por todos los medios, que intimidar de tal modo que la gente dejara de juzgar y pensar, obligándola a ver lo que no existía y demostrar lo contrario de la evidencia. De ahí la crueldad sin precedentes del periodo de Yezhov, la promulgación de una constitución que se sabía que no se iba a aplicar, la introducción de elecciones no basadas en el principio electivo. Y cuando estalló la guerra, sus horrores reales, el peligro real y la amenaza de una muerte real fueron un bien frente al dominio inhumano de la abstracción, lo que supuso un alivio que ponía límite al poder mágico de la letra muerta”.
¿No se podría decir lo mismo de nuestra civilización, que se ha visto bruscamente obligada por la pandemia a abrir los ojos, a “sacudirse la modorra” de los innumerables conflictos causados hasta ayer por intereses y cálculos de poder, por guerras sangrientas que durante años han obligado a poblaciones enteras a vivir en el terror, el sufrimiento, la miseria, y en síntesis a acusar el golpe de un “dominio inhumano” consumado en el hipócrita y connivente silencio del mundo civil?
Pasternak no es un autor “antisoviético”, la suya no es una obra de denuncia política. Se sitúa en un plano totalmente distinto, desvela la mentira más radical de la ideología, del poder, es decir, su pretensión de manipular la realidad, de constreñir la vida dentro de esquemas abstractos, prefabricados, que forzosamente se vuelven violentas imposiciones. ¿Qué contrapone Zhivago-Pasternak al vacío de la ideología y al horror de la guerra y de la muerte? El mismo nombre del protagonista de la novela nos lo sugiere: el significado de Zhivago, en el eslavo eclesiástico, es “viviente”. No un hombre perfecto, coherente, racional, sino un hombre vivo, lleno de contradicciones, un hombre que sufre, ama, reconocer su necesidad de ser perdonado y salvado.
En Hamlet, que abre el ciclo de poesías escritas por el doctor Zhivago y publicadas como apéndice a la novela, un actor sale al escenario, al escenario artístico y al teatro de la vida individual y la del Hijo del Hombre, para recitar la tragedia shakespeariana y al mismo tiempo para vivir su destino personal y la oración de Jesús en el huerto de Getsemaní. Siente toda la grandeza de la vocación que le ha sido dada (“amo tu obstinado designio / y de acuerdo, recitaré esta parte”) y al mismo tiempo el peso inminente que se cierne sobre él, “estoy solo, todo se hunde en el fariseísmo”. “Vivir una vida no es atravesar un campo”, como dice al terminar el poema. Es, por tanto, reconocer el dramático y apasionante viaje que cada uno realiza en diálogo con Dios.