El dios cruel de la historia y el elogio de la palabra

Cultura · Antonio R. Rubio Plo
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1 octubre 2017
En una de tantas tertulias políticas de los medios de comunicación, uno de los participantes señalaba que al abordar la cuestión catalana, el gobierno de España conocía muy bien las leyes a aplicar, pero que no había leído libros de historia. Si los hubiera leído, no habrían pasado los acontecimientos del 1 de octubre.

En una de tantas tertulias políticas de los medios de comunicación, uno de los participantes señalaba que al abordar la cuestión catalana, el gobierno de España conocía muy bien las leyes a aplicar, pero que no había leído libros de historia. Si los hubiera leído, no habrían pasado los acontecimientos del 1 de octubre.

No estoy de acuerdo con esta afirmación. Es indudable que las leyes tienen sus limitaciones y no se puede abordarlas desde una mentalidad cartesiana. De hecho, la equidad estaba presente en la obra de los grandes jurisconsultos romanos, que daban cabida a la ponderación. Pero dejarlo todo en las manos de la Historia, con mayúsculas a la manera hegeliana, es dejarlo en manos de un dios ciego y cruel que, inexorablemente, exige sacrificios humanos, sean éstos incruentos o no. La Historia nos arroja en brazos del determinismo y suele darse de bruces con la libertad humana. La Historia nos puede brindar excelentes ejemplos de la fuerza y la nobleza del ser humano, pero si nos entregamos a ella en cuerpo y alma, e incluso la revestimos del manto de los derechos colectivos, que no son los de las personas concretas, es un dios cruel que se volverá contra nosotros. La Historia es la gran cómplice de determinadas ideologías, las encabezadas por líderes políticos que solían repetir aquello de que la Historia les absolvería. Desde luego no esperaban el juicio divino, dadas sus creencias, pero lo que es peor: tampoco esperaban el juicio inmediato, o en el mejor de los casos la opinión, de los que vivían junto a ellos. No eran Luis XIV para repetir aquello de “el Estado soy yo”, si es que realmente el monarca francés lo dijo porque no tenía ninguna necesidad de decirlo. Sin embargo, tampoco se atrevieron a decir “la Historia soy yo”. Pero está claro que lo pensaban, y quien piensa que él es la Historia, no está lejos de afirmar, simplemente con los meros hechos, que el Estado o el Partido también es él. Ese líder político cae inevitablemente en el determinismo, pero es un determinismo encarnado en él mismo. Y en el fondo no hay ningún líder que se deje llevar por el supuesto determinismo de su ideología. Llegado el caso, suele adaptarse a las circunstancias cambiantes del entorno. Siempre hay un cierto fanatismo que es perfectamente compatible con el relativismo.

Un intermedio de reflexión desde la cartelera de espectáculos. “La forza del destino” de Verdi inauguró la temporada 2012-2013 en el Liceo de Barcelona, después de dieciséis años de ausencia, pero los programadores habrían estado muy acertados si la hubiesen incluido al principio de la actual temporada, si bien han previsto, del 9 al 28 de marzo de 2018, la ópera “Andrea Chenier” de Umberto Giordano, recreación de la trágica historia de un poeta en la Revolución Francesa, víctima él también de los delirios de un gobernante que se creía encarnación de la Historia y de la Virtud, esta última en el sentido maquiavélico del término.

Entre las insuficiencias de las leyes y las trampas de la Historia, ¿qué nos queda? Nos queda la palabra, parafraseando a un poeta, pero no me refiero al habitual diálogo de sordos en el que cada uno solo se escucha a sí mismo. La palabra podría definirse la capacidad de hablar con seres humanos concretos, despojados de las vestiduras y las etiquetas con las que les asociamos o se asocian ellos mismos. Esto es más eficaz que todas las palabras huecas marcadas por la desconfianza mutua. ¿Merece la pena sacrificar las relaciones de familia o de amistad por una ideología política? Es un precio muy alto el de deshumanizar la política, de convertirla en una continuación de la guerra, o de la violencia, con otros medios. Recomiendo la lectura del discurso del gran poeta catalán Joan Maragall en su toma de posesión de la presidencia del Ateneo de Barcelona en 1903, y que lleva el título de Elogio de la Palabra. Me limito a transcribir un pasaje: “Que si ponemos a conversar a dos hombres de diferentes linajes hablando cada uno la lengua propia, podrá muy bien ser que, no entendiéndose en las cosas más superficiales, puedan, sin embargo, si con amor llegan a hablarse desde el fondo de las almas solas, encontrar en la música ideal de las voces apasionadas un sonido de armonía, una palabra en la cual vibren los dos por igual: era la única que podían entender”. Hablar es importante. Lo decía un arzobispo católico sudafricano refiriéndose a blancos y negros en la época del apartheid: no se conocen porque no se hablan, y no se hablan porque no se conocen.

¿Y la fuerza de la palabra escrita? Recuerdo una anécdota de la Premio Nobel de Literatura 2015, Svetlana Alexiévich. Cuando iba a publicar su primer libro en 1985, “La guerra no tiene rostro de mujer”, los censores soviéticos le reprocharon que su crónica de testimonios de mujeres que participaron en la II Guerra Mundial no era nada patriótica, pues en esas páginas salía a relucir toda la locura e insensatez de un conflicto bélico. ¿Dónde estaban las heroicas mujeres que lucharon en la gran guerra patria de 1941-45? El libro de Alexiévich fue comparado a “Sin novedad en el frente” de Erich Maria Remarque, la obra que no ahorraba ni el miedo, ni la crueldad, ni los remordimientos de los combatientes alemanes en la Gran Guerra. Sin embargo, el libro de la escritora bielorrusa se pudo publicar porque eran los años de la perestroika de Gorbachov. La palabra escrita sirvió, y sigue sirviendo, para poner las cosas en su sitio. Los protagonistas de la historia (mejor escribirla con minúsculas) son seres humanos concretos: padres, madres, hijos, hijas, hermanos, hermanas…

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