El desafío de la laicidad

Cultura · José Luis Restán
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26 junio 2008
El Gobierno sigue intentando confundirnos al transmitir la idea de que desea fortalecer la laicidad del Estado, cuando lo que pretende es transformar la base ético-cultural de la sociedad española con los instrumentos del poder político. La laicidad del Estado está perfectamente asegurada por nuestro ordenamiento constitucional y por las normas que lo desarrollan. Sólo la borrachera ideológica de Zapatero ha conseguido volver a situar en el centro del debate la "cuestión religiosa", cuando ésta había quedado pacíficamente confiada al libre intercambio de las diversas identidades presentes en la sociedad española.

El experimento social que ha puesto en marcha Zapatero supone un desafío para las fuerzas políticas, para la Iglesia y para la sociedad española en su conjunto. Para los partidos se trata de optar por la defensa activa de la libertad religiosa como fuente de riqueza social, de creatividad y de convivencia, o por el control político de esa libertad, con vistas a modelar a la sociedad según una imagen dictada por el poder. Sabemos la deriva radical-laicista en la que se ha embarcado el PSOE (liquidando los últimos vestigios de una corriente socialdemócrata abierta al valor social del hecho religioso) pero interesa observar cómo se decantarán en este debate partidos como el PP (que ha integrado en su ponencia política una notable referencia a la libertad religiosa, pero cuya nueva dirección parece inclinada a eludir el fondo de este debate) y también CiU y el PNV, que se alimentaron de las corrientes del catolicismo social pero cuya radicalización nacionalista ha venido acompañada de una creciente aceptación, al menos implícita, de la mentalidad laicista.

En cuanto a la sociedad española en su conjunto, está por ver si asumirá el discurso gubernamental de una supuesta modernización que pasa por despojar el espacio público de cualquier presencia religiosa significativa. Aquí la presión brutal de algunos medios de comunicación "privados" actúa evidentemente en la dirección deseada por el Gobierno, y puede decantar a una mayoría social amorfa, especialmente dispuesta a asumir los dogmas de los políticamente correcto. Las voces de medios e intelectuales laicos preocupados por el recorte de libertades que supondría la imposición del proyecto Zapatero de normalización religiosa son demasiado escasas y aisladas como para ofrecer una esperanza firme.

Y por último la Iglesia. Aunque parezca extraño a primera vista, este desafío se puede transformar en una magnífica oportunidad de testimonio, educación y misión. La condición es que no quede entrampada en la mera reacción dialéctica o en la defensa jurídico-política de una serie de derechos, cosa por otra parte necesaria. La verdadera laicidad, tal como subraya el cardenal Scola, es un espacio abierto para la mutua narración entre las diversas identidades presentes en una sociedad. La Iglesia en España no puede contentarse con la contemplación de su papel histórico de vertebración moral y cultural de la nación. Ha llegado el tiempo de "narrar" la propia experiencia a los otros, y eso implica pasar de un enfoque meramente reivindicativo del propio peso social o de los propios derechos a un enfoque de testimonio a campo abierto, de relato de la propia experiencia abierto a un diálogo crítico, a un toma y daca que nos recuerda la sugerencia de san Pedro a los primeros cristianos: estad siempre atentos a dar razón de vuestra esperanza.

Ojalá que las fuerzas políticas comprendan la magnitud de lo que está en juego y arbitren mecanismos y garantías para que las diversas comunidades religiosas sigan siendo factores creativos de dinámica social, y ojalá que la sociedad con sus diversas articulaciones desmienta y rechace una pretensión potencialmente totalitaria como la que encarna este Gobierno. Pero la respuesta de la Iglesia no puede depender de que se cumplan esas inciertas expectativas. La hora ha llegado ya, sea cual sea el desenlace jurídico y político. La hora de un cambio de mentalidad que implica no dar nada por supuesto, sino salir con las propias razones al encuentro de la curiosidad y el deseo de los hombres. Para eso hace falta un pueblo cristiano (no una mera agregación, por grande que sea, de individuos), que se expresa en la plaza pública a través de obras de todo tipo, y que ofrece un verdadero camino educativo. No hay legislación que pueda impedir esa presencia, sólo la debilidad de los propios cristianos.

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