El desafío actual y los nostálgicos de un mundo que ya no existe

Cultura · Danilo Zardin
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4 febrero 2016
El debate sobre los proyectos de ley relacionados con las uniones civiles y los nuevos derechos ha desatado en Italia movimientos de masas opuestos entre sí. ¿Qué hacer? ¿Cómo moverse en un momento en que se toman decisiones tan graves y delicadas, también desde el punto de vista simbólico, sobre la orientación de la vida pública? ¿Se puede intentar incidir de un modo eficaz sobre los caminos que toma la política? ¿Es la calle el lugar más adecuado para defender los valores?

El debate sobre los proyectos de ley relacionados con las uniones civiles y los nuevos derechos ha desatado en Italia movimientos de masas opuestos entre sí. ¿Qué hacer? ¿Cómo moverse en un momento en que se toman decisiones tan graves y delicadas, también desde el punto de vista simbólico, sobre la orientación de la vida pública? ¿Se puede intentar incidir de un modo eficaz sobre los caminos que toma la política? ¿Es la calle el lugar más adecuado para defender los valores?

En la proliferación de alternativas que han reavivado ásperos conflictos, hasta la valiente toma de posición de Julián Carrón ha corrido el riesgo de quedar absorbida por la ardiente polémica, que da muy poco respiro y le quita a las cosas su verdadero alcance. Me parece del todo evidente, de hecho, que la cuestión planteada en el orden del día de la actualidad italiana sobrepasa absolutamente la controversia sobre la conveniencia o no de participar en el llamado Family day.

En las palabras de Carrón encontramos una invitación más que explícita a no dejarse acorralar por una pura lógica de bandos para luchar contra el error que se pone de manifiesto en un proyecto de ley sobre el que se pueden hacer muchas y legítimas reservas. La presión de la urgencia se puede tomar, más bien, como una ocasión que nos obliga a replantearnos a fondo nuestra identidad como hombres creyentes. No somos impermeables al mundo que corre por las calles a nuestro alrededor. La realidad es un desafío continuo que nos interpela. Lo queramos o no, nos provoca, nos pone ante escenarios totalmente impensables hace pocas décadas, y de este modo nos obliga a volver a decidir, de forma radical, cómo puede entrar la novedad de la experiencia cristiana en las fibras rotas de la sociedad de nuestro tiempo. Una sociedad tan contradictoria, efímera, en gran parte incluso hostil, pero que en cualquier caso es nuestro mundo, el único en que estamos llamados a hacer presente lo que somos.

Fuera de esto, solo existe la contraposición de una verdad que se cristaliza en los esquemas del pasado y que lucha, por así decir, desde fuera contra la modernidad, vista como un transatlántico a la deriva, horadado por todos lados y ya a punto del colapso final. La identidad que se encierra en el núcleo de sus seguridades graníticas y que rechaza abrirse a la verificación continua de sí misma, a su reconversión, es una identidad que prefiere dejar de crecer y que, sin darse cuenta, se deja cazar por el culto a las cenizas de museo en vez de lanzarse con la fresca audacia de una autenticidad que volver a conquistar a cada paso, apegada a su origen y no aferrada a la repetición rencorosa de formas históricas e ideológicas que ya no se adecúan a la realidad implacable de hoy. El pensamiento, si está vivo, evoluciona, se perfecciona, madura. Así debería ser también para el pensamiento cristiano. Si por sentirse íntegro e inatacable se bloquea, degenera en un espíritu de conservación tendencialmente intolerante y enemigo de toda novedad positiva, incluso la que porta el nombre de Papa Francisco.

Sin duda, el juicio de Carrón puede ser discutido y criticado, si se tienen motivaciones del mismo nivel para contraponerle. Pero no se puede desfigurar, reduciéndolo a una estrategia o táctica ocasional sobre decisiones particulares contingentes. Si realmente se quiere entrar en materia, lo primero que hay que reconocer es que su intervención viene de lejos y ayuda a mirar el problema de la actualidad en su contexto de conjunto, con una mirada global, sin la miopía de quedarse solo en las consecuencias de las decisiones que hay que tomar en una emergencia específica. Las ideas centrales, las palabras clave, incluso el argumentario de citas de apoyo se encuentran ya publicadas y articuladas en el libro que Carrón publicó a finales de 2015, “La belleza desarmada”. Un libro poblado de textos e intervenciones de los últimos años, mediante los cuales empezó a plantear una reconsideración inteligente y aguda, rica en aspectos originalmente estimulantes, sobre cómo el hecho cristiano puede entrar en relación con el mundo de la desestructuración posmoderna, y “encarnarse” en un nuevo diálogo con las expectativas y deseos del hombre contemporáneo, que se ha quedado sin guías y sin certezas a las que aferrarse.

El tema del derrumbe de las evidencias, la crisis antropológica del sujeto, la reapertura de la centralidad del “sentido religioso” como instancia de satisfacción y plenitud, son implicaciones ya citadas y profundizadas en otras ocasiones. Carrón ha hablado insistentemente en su obra de educación. Este tema ha sido objeto de muchas de sus contribuciones públicas, también en la prensa, empezando, por citar un ejemplo, por su comprometido discurso de presentación del documento de CL de cara a las elecciones europeas de la primavera de 2014. No se puede fingir que no existan todas estas premisas, este largo y paciente camino de calentamiento hacia adelante en el tiempo. Es el trabajo de un pensamiento y una razón que, para llegar a ser realmente tales, no pueden sino reflexionar en primer lugar sobre sí mismas, comparándose sin condiciones con la realidad que tienen delante.

Esquematizando al máximo, tal vez pueda decirse que la clave de este esfuerzo de aclaración sobre las formas de la presencia cristiana consiste en la aceptación de un dato primordial de realismo: la conciencia religiosa se inserta en la trama objetiva de la condición humana a la que se dirige, y el mundo del hombre de hoy ya ha dejado caer su antigua osamenta construida sobre cemento cristiano. Los valores “naturales” se han hecho casi irreconocibles. Aparecen muchas veces convertidos en una prisión, porque ya no existe la “cristiandad” y hemos entrado inexorablemente en el mundo del mestizaje cultural, roto por dentro, sin códigos compartidos por un humanismo solidario. Hemos sido catapultados a la era de la sociedad “secular”, y eso impone un nuevo modo de conjugar la pasión del fuego religioso con la pertenencia de todos al universo político, ético y civil. Ya no hay escenarios comunes de referencia en los que apoyarse. La verdad se hace controvertida y sobre el bien se proyectan visiones contrapuestas.

Si es así –la complicada crónica del presente nos lo documenta de forma cada vez más impresionante–, significa en último término que nos encontramos ante una encrucijada: o nos quedamos firmes, pensando que la sociedad enferma se redime apuntalando los esquemas éticos y las estructuras sociales del orden tradicional puesto en cuestión, con una gran operación apologética de defensa y fortalecimiento (tal vez una reconquista); o bien nos sumergimos hasta el fondo en la bable de la secularización postcristiana y seguimos, sí, comprometidos en humanizar la vida pública y hacer más razonable la disciplina normativa de la existencia colectiva, pero al mismo tiempo redimensionando toda pretensión de imposición por la vía de la hegemonía y los valores traducidos en esquemas jurídicos y de ética social vinculantes para todos. Si se ha fragmentado la “sociedad cristiana”, todo proyecto de orden político-legislativo que se imagine coherente de forma exclusiva con los presupuestos de la conciencia religiosa contiene en sí mismo el riesgo de una sobrecarga dirigente de la ley que pretende sustituir y comprime el libre juego de las voluntades de las partes sociales, llamadas a encontrarse en la arena del Estado “laico” para renegociar todo el sistema de reglas y principios de su convivencia con el que es distinto. El bien humano debe ser tutelado, pero no se impone por decreto.

En la cima de las discusiones en Italia sobre la legitimación de los vínculos homosexuales se encuentra una decisión que hay que tomar respecto al valor “político”, en sentido general, de la conciencia de fe. Se puede seguir la larga huella del “medievalismo cristiano” defendido por el catolicismo anti-ilustrado e intransigente de los siglos XVIII y XIX, sugestionados por la crítica antimoderna y “conservadora” que llega hasta el sueño de una “nueva cristiandad”, cultivada por filas de vivaces soldados del catolicismo militante del último siglo, al menos hasta los años de crisis del Vaticano II. O bien se puede acoger como una circunstancia que nos obliga a cambiar de ruta en la fractura definitiva entre el orden social mundano, con sus poderes y estructuras, y el orden de la communio cristiana, fundada sobre la dialéctica de la gracia y la fe. Esto –nota bene– no quiere decir que haya que replegarse en el intimismo “religioso” de una identidad católica asustada y sometida ante la dictadura de los deseos y derechos de las libertades modernas. Significa aceptar que existe una diferencia precisa en los ámbitos y en la finalidad entre el orden político-civil del caótico pluralismo globalizado y el orden de la experiencia de vida nueva que desciende del encuentro con la salvación encarnada de Dio. Significa decidir “estar dentro” de este “dualismo estructural” entre Iglesia y gobierno de la sociedad humana que no es una supuesta herejía neoprotestante sino uno de los ejes fundamentales del magisterio de Joseph Ratzinger/Benedicto XVI sobre teología “política”, si se quiere seguir con confianza en toda su amplitud.

“Dualismo”, en cambio, que –aunque no es obvio– no puede ser separación, sino espacio de encuentro entre lógicas diferentes que deben mirarse y confrontarse en cada caso para contribuir juntas a modelar el universo de una “buena sociedad” (Scola), capaz de incluir en su seno todas sus almas diversas, incluso las que están en conflicto entre sí. Es en el escenario abierto, creado por la plena recuperación del sentido de la distinción entre el orden de Dios y el orden del César, con el retorno a la refundación desde sus raíces de la conciencia que guía la acción de los individuos, ligándose al primado originario de la libertad y de la persuasión como pilares de toda auténtica conducta humana dirigida a su bien último, donde adquiere toda su luminosidad la idea de volver a proponer la esencia del hecho cristiano no como un esquema ético preestablecido sino como testimonio vivo que estalla por la fascinación de una belleza que se experimenta, que pide la libre adhesión del yo que se convierte. Sin más tribunales ni inquisidores detrás, sin obligado consenso externo, con el riesgo audaz de una sincera sencillez transfiguradora, que “se ofrece” a todos, saliendo al encuentro incluso del escándalo doloroso del rechazo.

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