El cristiano y las leyes
La cuestión de cómo relacionarse con la ley civil ha ocupado durante siglos el pensamiento de grandes maestros de la Iglesia, pero también ha concernido a los fieles sencillos que han tenido que vivir, como ciudadanos y como cristianos, en circunstancias muy diversas. En el presente encontramos esa diversidad si pensamos en la situación de los católicos estadounidenses que afrontan la imposición de sistemas abortivos en hospitales de la Iglesia, en la de los italianos que se manifiestan ante la nueva ley de uniones civiles, o la de los pakistaníes que se baten contra la inicua ley de la blasfemia. Por poner sólo tres ejemplos.
Los cristianos han sabido siempre que la ley positiva no salva, que no es portadora del sentido de la vida, y que siempre será imperfecta y necesitada de corrección. Por otra parte siempre han comprendido la importancia de que la ciudad terrena disponga de leyes justas, y han luchado (en la medida de sus posibilidades históricas) para que reconozcan del modo más aproximado posible la verdadera naturaleza y sentido de las realidades que regulan, y para que protejan con la mayor eficacia algunos valores esenciales para la vida común. Conscientes de todo esto, los cristianos han practicado siempre un sano realismo. Según los bienes que estuvieran en juego, y las posibilidades reales de influir en el debate público, a veces han tolerado leyes injustas, buscando el modo de limitar su impacto dañino. En otras ocasiones las han combatido, y cuando estaban en juego bienes supremos han aceptado incluso la cárcel y el martirio, como testimonio de la verdad que estaba siendo atropellada.
Por lo que se refiere al ámbito de las modernas democracias, tras aclararse la niebla de las polémicas iniciales del siglo XIX los cristianos se han sumado cordialmente a los procesos de debate conducentes a la aprobación de las leyes civiles. En muchos países y durante largo tiempo, diversas plataformas sociales y políticas promovidas por los cristianos han protagonizado ese debate, especialmente en el periodo de la posguerra europea. Es evidente que el proceso de secularización y disolución de la cultura cristiana en amplios sectores sociales ha hecho mucho más áspero el debate público, y ha colocado a los cristianos en Occidente ante el hecho (hasta cierto punto novedoso) de vivir bajo unas leyes cada vez más alejadas de su concepción del mundo y de la vida. Esto exige una saludable distinción entre la propia identidad y las costumbres sociales, requiere una disposición más viva para el testimonio, y establecer un orden de prioridades a la hora de hacerse presentes en el debate público.
Muchas de las certezas compartidas en las sociedades occidentales han caído o se han erosionado fuertemente, en muchos casos como consecuencia de batallas ideológicas orquestadas desde el poder político o cultural, especialmente tras los acontecimientos de Mayo del 68. Las leyes responden a ese sustrato cultural, expresado en último término en las mayorías parlamentarias que deben aprobarlas. En este periodo se ha hecho evidente para los cristianos que la cuestión de fondo se juega en el ámbito de la cultura, entendida según los parámetros del histórico discurso de Juan Pablo II ante la UNESCO. Pero esto no significa abandonar sin más el debate que precede y acompaña la conformación de las leyes, a la espera de un cambio cultural que sólo pacientemente podrá llegar. Es más, ambos planos interactúan.
Reconocer que muchas personas hoy no son capaces de identificar, por ejemplo, el valor de la vida humana en cualquier situación, o el fundamento de la diferencia sexual para definir el matrimonio, no implica que los ciudadanos que sí han alcanzado certeza sobre esos bienes fundamentales de la vida personal y social, entre ellos los cristianos, no puedan hacer valer su opinión a través de los canales propios de la sociedad democrática, con el fin de obtener un resultado político, social y jurídico, lo más aproximado posible al ideal. Benedicto XVI, que siempre fue consciente de la profundidad de la crisis cultural de Occidente y de sus consecuencias en el ámbito del derecho, postulaba (de acuerdo con el filósofo laico Habermas) la necesidad de un proceso de debate público sensible a la verdad, en el que los católicos deberían ser especialmente activos.
El dinamismo de ese proceso puede implicar una movilización inteligente en la plaza, intervenir en el debate público y mediático, y buscar alianzas sociales y políticas. Y naturalmente, decantar el voto en función de las ofertas de los partidos en esas materias. Todo ello convenientemente valorado y corregido en función de las circunstancias históricas. Esto es parte esencial del ejercicio de la libertad, y la ausencia de los cristianos en tales instancias empobrecería dramáticamente la vida de la ciudad común. Además les convertiría en cómplices, por omisión, del daño y la confusión que provocan esas leyes injustas.
Es innegable la crisis de civilización que atraviesa Occidente, pero a veces la denominada “espiral del silencio”, el aislamiento creciente de las personas y el bombardeo mediático, pueden provocar espejismos. No hay que dar por supuesta la imposibilidad de acceder a la verdad cuando es adecuadamente testimoniada, y esto incluye exponer sus razones. Y en todo caso, no hay que descartar la posibilidad de alcanzar mayorías sociales que se traduzcan en norma, sobre esta o aquella cuestión. No, al menos, antes de haberlo intentado.
En última instancia, cuando la debilidad o insignificancia del apoyo social a una propuesta justa sea evidente, la voz del cristiano habrá de seguir levantándose contra la injusticia, pacífica y sobriamente. No como una proclama ideológica, sino como expresión de una vida que puede encontrarse físicamente en la ciudad.