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El cristianismo y el poder

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6 mayo 2012
La relación entre el cristianismo y el poder es siempre dramática. Depende de la libertad de los hombres, no puede darse nunca por definitivamente resuelta.

En ocasiones el drama se ha querido eliminar interpretando de forma simplista el mandato de Jesús: "Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios". A lo largo de la historia algunos han querido ver en esas palabras no la desacralización del Estado que empieza con el cristianismo sino una invitación para alejarse de las preocupaciones del mundo, de la construcción de la ciudad común. Otros las han considerado un pretexto para que toda la riqueza racional y moral que genera la fe se mantuviese al margen de la vida política. El uso del poder, según estos, debería seguir unas reglas autónomas, sus propias reglas.

La mejor tradición católica enseña, sin embargo, que ni las "opciones espirituales" que se retiran del mundo ni "las opciones mundanas" que aceptan acríticamente una concepción del poder cerrada en sí misma son fieles al origen. El desarrollo que han experimentado los mecanismos del poder en este comienzo del siglo XXI necesita el contrapeso de hombres auténticamente religiosos. Sólo así se evita que se aplaste e instrumentalice lo que es más propio de la persona, ese yo intransferible en el que late el deseo de infinito, de satisfacción y de felicidad.

Y esa tradición enseña también que la experiencia cristiana tiende a generar obras, obras sociales que responden a todo tipo de necesidades que aparecen en la sociedad. La crisis nos está dando muestra de ello. El binomio fe y obras es inseparable. Una fe que no ha llegado a las obras – aunque éstas sean minúsculas, unipersonales y contingentes – no se ha desarrollado adecuadamente. Pero unas obras que no estén continuamente regeneradas por una auténtica experiencia cristiana, con todo lo que supone de corrección, son obras que acaban siguiendo la lógica negativa del poder.

El tipo de presencia social que genera el cristianismo así vivido llega inevitablemente hasta la política. Y no hay nada de malo ni de sucio en ello. De hecho, es sospechoso que en España haya un déficit de vocaciones políticas cristianas. Cuando se hacen obras y cuando se hace política es cuando se vive el verdadero drama de la relación entre el cristianismo y el poder. La mayor tentación en ese caso es pensar que el poder por sí mismo, la hegemonía en cierto sector o en cierto campo, sirve para hacer presente la fe de forma automática. Pero el cristianismo está hecho de otro material, está hecho del encuentro entre dos libertades: la libertad de un testigo que con su humanidad cambiada hace a Cristo presente y la libertad de quien se deja arrastrar por la fiebre de vida que se le comunica. Hay más poder cristiano en la apasionada y libre adhesión a la fe de un joven ateo o un adulto indiferente que en cualquier otro lugar.

Del peligro de creer que la fuerza del cambio reside per se en las instituciones no estamos a salvo ninguno, se llame esa institución familia, escuela, periódico, o gobierno. De hecho es inevitable que cualquier obra o forma de presencia decaiga salvo que esté sostenida por un milagro que tiene dos caras: el volver a repetirse del cristianismo como acontecimiento y la disposición de la libertad a acogerlo con humildad y pobreza. Sin esta dinámica la lógica de lo viejo vuelve y lo nuevo desaparece. Por eso la historia nunca se acaba, la partida está siempre abierta.

El verdadero poder del cristianismo está contenido en un diálogo como el que mantuvieron el apóstol Felipe y el funcionario Etíope que narran los hechos de los apóstoles (Hechos 8, 26-39). Un hombre que pregunta y otro que, fascinado por la Resurrección, responde después de un encuentro aparentemente fortuito. Todas las obras que se puedan levantar y toda la política que se pueda hacer están en función de un instante así. Son esos instantes los que sostienen la bóveda del Universo, los que hacen temblar de estupor a los ángeles, los que dan sentido al primer brillo de inteligencia en el Rift Valley, al imperio de Alejandro, a las cohortes romanas y a toda la historia hasta que concluya.

La relación entre el cristianismo y el poder es siempre dramática porque ni siquiera el error puede impedir que se vuelva a empezar. En contra de lo que dice la concepción mundana del poder, alguien que se ha equivocado tiene toda la vida por delante.

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