El coronavirus y nuestros miedos

Mundo · Maurizio Vitali
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25 febrero 2020
De un día para otro Italia se ha puesto a la cabeza en la lista de países occidentales con casos de personas infectadas por coronavirus. De golpe ha cambiado la vida de la gente, sobre todo en el norte. Se han cerrado escuelas, universidades, museos, hasta el Duomo de Milán. No pueden ir a trabajar los que hayan estado en contacto con gente que haya viajado a China y en caso de que sea posible hay que trabajar desde casa. Una casa que, por cierto, debe estar abastecida de lo necesario para resistir una carestía. El pasado domingo se suspendieron los partidos de fútbol y la opción mayoritaria fue salir corriendo al supermercado, porque nunca se sabe.

De un día para otro Italia se ha puesto a la cabeza en la lista de países occidentales con casos de personas infectadas por coronavirus. De golpe ha cambiado la vida de la gente, sobre todo en el norte. Se han cerrado escuelas, universidades, museos, hasta el Duomo de Milán. No pueden ir a trabajar los que hayan estado en contacto con gente que haya viajado a China y en caso de que sea posible hay que trabajar desde casa. Una casa que, por cierto, debe estar abastecida de lo necesario para resistir una carestía. El pasado domingo se suspendieron los partidos de fútbol y la opción mayoritaria fue salir corriendo al supermercado, porque nunca se sabe.

Ha llegado el miedo. Desde cierto punto de vista, podría decirse que nos puede ayudar a adoptar comportamientos prudentes y responsables, en una medida razonable y dentro de un contexto favorable, con indicaciones claras por parte de las autoridades competentes, abolición de las recriminaciones entre las fuerzas políticas, confianza en el sistema sanitario, cuidado de una información correcta por parte de quien la divulga, atención a la autoridad de las fuentes y mucha prudencia con las redes sociales. Aprender comportamientos virtuosos es un gran servicio de responsabilidad, con uno mismo y con los demás.

Sin embargo, también conviene hacer frente a este miedo que recurrentemente nos asalta (por atentados terroristas, por una epidemia, por el Sida, el SARS, un tsunami) y luego se nos pasa, normalmente sin hacernos dar un paso adelante. No está mal dejar paso a un poco de reflexión sobre lo que nos sucede. Algunos artículos ponen de manifiesto un miedo moderno muy peculiar que surge en un mundo que busca tener “la situación bajo control”, donde se cree que todo puede estar controlado gracias al poder de la tecnociencia, a la racionalidad que todo lo indaga, lo conoce, lo prevé y lo domina.

Es indiscutible que la ciencia y la tecnología han hecho progresos enormes, pero no es verdad que el hombre lo tenga todo bajo control. Esta presunción suele desvelar una cierta ilusión y así pasa que luego nos volvemos locos cuando sucede algo imprevisto. No aceptamos la idea del imprevisto, la exorcizamos. Queremos acabar con la famosa cita “un imprevisto es la única esperanza” del poeta Montale (“Y ahora, ¿qué será / de mi viaje? / Demasiado cuidadosamente lo he estudiado / sin saber nada de él. Un imprevisto / es la única esperanza. Pero me dicen / que es una estupidez decírselo”).

Nuestros miedos revelan generalmente una inseguridad existencial de fondo y permanente. Para Zygmunt Bauman, se debe “al debilitamiento de los vínculos, la disgregación de las comunidades, la sustitución de la solidaridad humana por la competición”. Como decía Julián Carrón en el Corriere della Sera el 23 de diciembre de 2018, “la inseguridad existencial con la que tan frecuentemente tiene que hacer cuentas el hombre de hoy le hace caer en el miedo. ¡Cuántas situaciones hay que no puede controlar con sus fuerzas!”.

Según Antonio Scurati (el pasado sábado también en el Corriere) tenemos la prueba de que la “modernidad ha fracasado” porque “en nuestros cómodos lechos insomnes de nuestros acogedores apartamentos de Occidente (…) estamos seguros, protegidos, bien cubiertos y, tal vez, precisamente por eso, temblamos al pensar en una muerte que nos alcance como huésped inesperado”. Y añade: “ya no somos capaces de una relación equilibrada, adulta y sana con la muerte”, “ha entrado en crisis el conocimiento de la finitud humana”.

En las sociedades tradicionales (y más religiosas) la muerte era parte de la vida, personal y colectiva, era parte de la definición misma de la vida (Huizinga), un evento familiar. Para la sociedad actual, la muerte es ajena a la vida, se ha eliminado. Pero los hechos, los irreductibles hechos, nos devuelven a la realidad y nos ponen delante la pregunta: ¿qué sentido tiene vivir?, ¿por qué vale la pena vivir? Al día siguiente del atentado terrorista en París en noviembre de 2015, se leía en un manifiesto de CL: “Buscar una respuesta adecuada a la pregunta sobre el significado de la vida es el único antídoto ante el miedo que nos asalta”.

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