El cine y la desnaturalización de la fe
Uno de los síntomas de la crisis profunda que vivimos, y no me refiero ni a la económica ni a la moral, sino a la que acompaña a cualquier extinción de una época –incluso de una civilización–, es la multiplicación de manifestaciones irracionales de la religiosidad. Entre los no creyentes, por supuesto, pero también entre los que tienen fe. El horror vacui propio del ser humano se dilata ante el tsunami del nihilismo que arrasa con todo. Cualquier hijo de vecino necesita certezas últimas, y la gente sencilla es capaz de agarrarse a cualquier cosa con tal de aferrar un significado para afrontar las tribulaciones del tiempo presente.
Proliferan las sectas, y el cine se hace eco (Martha Marcy May Marlene, 2011); se reavivan las prácticas espiritistas, y se refleja en la gran pantalla (Ouija, 2014); se espera incluso que del progreso cibernético nos llegue una hipótesis de sentido, como cuenta la película The Zero Theorem (2013); pero la última película de Jason Reitman, Hombres, mujeres y niños (2014) nos lo dice bien claro: “No hay ningún indicio en el Universo de que vaya a venir alguien a salvarnos”. Por eso se entiende el boom de películas distópicas que proponen un futuro apocalíptico y asfixiante que añora una redención. Siempre queda el efímero placer evasivo que proponen las filosofías new age (Orígenes, 2014).
Entre los creyentes el miedo a la zozobra presente se puede traducir de dos formas peligrosas: la de la regresión fundamentalista, y la que el padre Carlos Stehlin llamaba el maravillosismo. El fundamentalismo propone un tipo de fe que, en vez de abrir al mundo, protege de él; que en vez de descubrir la Gracia por doquier, sólo descubre pecado; una fe cristalizada en normas restrictivas y asfixiantes. Pero una fe, al cabo, que aparentemente ofrece certezas inamovibles, muy socorridas en tiempos de angustia. Esto es lo que nos cuentan las recién estrenadas Electrick Children (Rebecca Thomas, 2012) sobre una familia mormona, y la alemana Camino de la cruz (Dietrich Brüggemann, 2014) sobre otra familia, seguidora del tradicionalismo lefebvriano. Ambas tienen como protagonista a una adolescente que se caracteriza por su inocencia y la pureza de su corazón. Rachel (Julia Garner) vive en una granja de mormones fundamentalistas del Estado de Utah. Huye de su casa cuando, habiéndose quedado embarazada, afirma que se trata de una concepción virginal como la de María. Inicia entonces un periplo que va a buscar ciertos paralelismos –ciertamente libérrimos– con los misterios que contemplamos desde la Anunciación a la Natividad. Por su parte, María (Lea van Acken), protagonista de Camino de la cruz, quiere seguir el camino de la ascesis para ser una discípula ejemplar y poder presentarse ante Dios limpia de pecado. En su vida se van a reproducir, de forma analógica, las catorce estaciones del Vía Crucis; incluso la última panorámica vertical ascendente puede sugerir el decimoquinto paso, el de la Resurrección.
El maravillosismo consiste en fundamentar la fe en sucesos extraordinarios, como supuestas apariciones de la Virgen, licuaciones de sangre, apariciones de santos, mensajes secretos, voces celestiales u otras maravillas sobre las que la Iglesia a lo largo de los siglos siempre ha sido muy clara: en el caso de que esos hechos no fueran probadamente desmentidos, ningún creyente está obligado a creerlos. La revelación se cerró con el último de los apóstoles y ningún fenómeno sobrenatural o preternatural puede añadir o quitar nada al depósito de nuestra fe. Otra cosa es que esos sucesos les sirvan a algunos para confirmar lo que ya sabemos por fe. Y que experimenten cierto legítimo consuelo en ello. Pero cuidado. Hoy a ciertos católicos les parece que si uno no cree, por ejemplo, en las videntes de de Medjugore, no es un piadoso creyente. Y hay que ser muy finos con estas cuestiones. Es interesante analizar las reacciones del público ante la película Tierra de María, de Juan Manuel Cotelo. Hubo quienes valoraron el bien que esa película hizo a tanta gente, pero también hubo personas que la vieron como una ocasión de descubrir la fe, como si Dios se revelara hoy a través de fenómenos incomprensibles, soslayando quizá que el Misterio tiene un rostro carnal desde hace dos mil años.
Entre tanta confusión, ¿quién queda en medio de esa tierra de nadie poblada de exaltados y escépticos, de esotéricos y espiritistas, donde predican los iluminados junto a los personal trainer de la felicidad? Queda la gente real, desnuda y herida, de vuelta ya de falsos remedios y de deslumbrantes ensueños. Permanece cada ser humano, solo, que espera silencioso que los anhelos de su alma no sean la enésima estafa. Incluso el jubilado vapuleado por la vida que va al Parque del Retiro a que le lean las cartas lo hace con la secreta esperanza de que le digan que algo bueno aún puede acontecer en su vida… Traigamos a la memoria aquellas viejitas de El festín de Babette (1987). En su pequeña existencia rutinaria y endeble, de repente irrumpió ese pantagruélico banquete, aquel derroche de viandas inasequibles y de vinos prohibitivos, aquella fiesta insólita que llenaba los corazones y dilataba la vida. Pocas películas han reflejado mejor la naturaleza de la Navidad, del acontecimiento cristiano de la Encarnación, siempre tangible, siempre visible, al alcance de nuestra carne herida.
En ese espejo de la vida que es el cine, qué mejor ilustración del Adviento que ese plano final de La princesa de Nebraska (2007), en la que la joven abandonada y sola con su drama alza los ojos mientras se oye esta canción de Antony and The Johnsons: “Espero que haya Alguien que libere mi corazón, que le guste sostenerlo cuando esté cansado. Hay un Hombre en el horizonte que desea que me acueste. Si me postro a sus pies esta noche permitirá que descanse mi cabeza. Así que hay una Esperanza de que no me asfixie o de que quede paralizado por la luz. Y como un regalo caído del cielo, no quiero desaparecer al final del horizonte”.