El Churchill de la debilidad y la inacción

Cultura · Antonio R. Rubio Plo
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18 septiembre 2017
El biopic es un género de moda en el cine actual, aunque muchos directores ya no abordan biografías completas de personajes sino que se centran en algún episodio más o menos significativo de su existencia, narrando unos hechos que sucedieron en pocos días o semanas, pero que resultarían suficientes para definir al biografiado. Se diría que los anglosajones se han tomado desde siempre muy en serio aquello de que la Historia es la historia de los grandes hombres, tal y como afirmaba Thomas Carlyle en Los Héroes. Sin embargo, el público también suele esperar ver de cerca sus debilidades para de esta manera sentirlos más cercanos. Eso sucede, sin ir más lejos, con el film Churchill de Jonathan Teplitzky, en el que el héroe, a sus setenta años, se siente deprimido y angustiado.

El biopic es un género de moda en el cine actual, aunque muchos directores ya no abordan biografías completas de personajes sino que se centran en algún episodio más o menos significativo de su existencia, narrando unos hechos que sucedieron en pocos días o semanas, pero que resultarían suficientes para definir al biografiado. Se diría que los anglosajones se han tomado desde siempre muy en serio aquello de que la Historia es la historia de los grandes hombres, tal y como afirmaba Thomas Carlyle en Los Héroes. Sin embargo, el público también suele esperar ver de cerca sus debilidades para de esta manera sentirlos más cercanos. Eso sucede, sin ir más lejos, con el film Churchill de Jonathan Teplitzky, en el que el héroe, a sus setenta años, se siente deprimido y angustiado.

Es posible que el creciente interés por Churchill en su país de origen guarde relación con el Brexit. No es casual que uno de sus más fervientes partidarios, Boris Johnson, escribiera hace algunos años una difundida hagiografía de Churchill. Y es que Gran Bretaña, al alejarse de Europa, tiene que volver necesariamente la vista hacia el que muchos siguen considerando el británico más importante de todos los tiempos. Aquel primer ministro y sus antológicos discursos fueron el brillante acto final a la subsiguiente clausura del Imperio británico. Sin embargo, la Gran Bretaña actual guarda más relación con el triunfo electoral laborista de 1945, que mandó a la oposición al propio Churchill, que con nostalgias de la época victoriana, de la que el premier era casi un rezagado. Lo cierto es que, después de la guerra, se impuso el Estado del bienestar en el país y Churchill no fue capaz de cuestionarlo, pues de otro modo no habría conseguido retornar a Downing Street en 1951. Pero el Churchill casi octogenario de aquella época no interesa ni a los guionistas de cine ni a la mayoría de los historiadores, probablemente porque su política exterior, aferrada a salvar algunos retazos imperiales como el canal del Suez, terminó en fracaso. Interesa únicamente el político que expresa de continuo su voluntad de combatir a la Alemania hitleriana con “sangre, sudor y lágrimas”, y que expresa el deseo de no rendirse jamás y de combatir en todas partes contra una monstruosa tiranía.

En contraste, el guión de Churchill, escrito por la historiadora Alex von Tunzelmann, presenta a un político con todas sus debilidades, lo que no ha gustado a otros historiadores y al propio nieto de Churchill. No se oculta su alcoholismo ni tampoco su depresión que le impiden levantarse de la cama y que hacen una penosa obligación cumplir con sus deberes de primer ministro, incluido el escribir sus brillantes discursos, en los que demuestra su habilidad para la escritura y que le valió un controvertido Premio Nobel de Literatura en 1953, en cuya ceremonia de entrega le compararon a la vez con César y Cicerón. Una de las posibles causas de la depresión que acompañó a Churchill a lo largo de su vida se remontaba a su decisión de ordenar un desembarco de las fuerzas aliadas en Gallipoli, en las costas turcas, en 1915 y que no solo no consiguió abrir el camino hasta Constantinopla sino que produjo más de 100.000 bajas entre militares británicos y de otras partes del Imperio. Thomas Edward Lawrence, el futuro Lawrence de Arabia, comentó entonces que el desembarco debería haberse producido en Alexandretta, en la costa siria, pero, en cualquier caso, es evidente que ambos debieron de subestimar la capacidad defensiva del ejército turco. Treinta años después, en vísperas del día D, el 6 de junio de 1944, Churchill estaba persuadido de que 20.000 jóvenes perderían la vida en las playas de Normandía. Finalmente las bajas fueron menores, unas 8.000, en parte por el apoyo aéreo y naval recibido.

¿Cómo pretende Churchill superar sus miedos? Con un baño de gloria. Pretende ir en uno de los buques del desembarco y que incluso le acompañe el rey, Jorge VI. Quizás piensa que pueda borrar su pasado de Gallipoli, que él desde luego no ha olvidado, pero esto no deja de ser un ejemplo de “política-espectáculo”, en el que se mezclan el valor y el orgullo, conceptos que Churchill hubiera sido incapaz de separar. Es su forma de entender la gloria. Pero la gloria no debe pasar por la temeridad, fruto del orgullo. El sudafricano Jan Smuts, asesor entonces de Churchill, le recuerda en la película su conclusión después de la segunda guerra anglo-boer en 1902: no hay gloria en seguir luchando. Los boers han perdido y su única alternativa será integrarse en la Unión Sudafricana.

“¿Cuándo fue la última vez que escuchaste a alguien?”, le dice a Winston Churchill su esposa Clementine. Churchill no quiere escuchar a Eisenhower y Montgomery, y rechaza rotundamente sus planes para el día D, pero no propone ninguna alternativa coherente. Se atrinchera en sus temores que solo llevan a la inacción. El primer ministro solo recuperará su grandeza cuando abandone su autosuficiencia y ponga sus cualidades, oratorias y de mando, al servicio de las capacidades de otros. La unión frente al mito de los destinos excepcionales.

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