Editorial

El cantero de Alepo

Editorial · Fernando de Haro
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18 junio 2017
El cantero de Alepo es un hombre minucioso. No han dado aún las 9 de la mañana. Hace las marcas en una gran piedra blanca y luego las corta con esmero. Son las piedras que servirán para reparar la catedral melquita que ha perdido toda la cubierta por las bombas. La catedral melquita, la catedral armenia y la catedral maronita están juntas, en la pequeña Plaza de Fharat, donde comienza o comenzaba el Viejo Alepo. En las fiestas, en la plaza no cabía un alfiler.

El cantero de Alepo es un hombre minucioso. No han dado aún las 9 de la mañana. Hace las marcas en una gran piedra blanca y luego las corta con esmero. Son las piedras que servirán para reparar la catedral melquita que ha perdido toda la cubierta por las bombas. La catedral melquita, la catedral armenia y la catedral maronita están juntas, en la pequeña Plaza de Fharat, donde comienza o comenzaba el Viejo Alepo. En las fiestas, en la plaza no cabía un alfiler.

Pero este domingo no hay nadie. Cuando el cantero apaga la sierra mecánica vuelve el silencio y se oye a las tórtolas de Alepo. Las tórtolas se posan sobre las piedras caídas, sobre los muros derribados. Se oyen las tórtolas volar y de vez en cuando las bombas que lanza todavía el ejército de Al Asad contra las posiciones de los yihadistas al oeste de la ciudad. (“No es nada -te explican los amigos cuando pones cara de preocupación- es solo para recordarles a los rebeldes que el ejército tiene controlada la ciudad”).

“Ver cómo ha quedado el Viejo Alepo hace mal al corazón”, me ha dicho una de las personas con las que he hablado estos días. Y lleva razón. No podías imaginar que las palabras mentirosas, la ideología, que parece un juego, sea capaz de sembrar tanta destrucción. Hasta que la ves. Y aquí son las piedras -piedras nobles, calles estrechas, tesoro de siglos que a pesar de haber sido prácticamente reducido a cascotes conserva su belleza-, pero el daño en las madres, en las esposas, en los hijos, ese daño que no se ve es como un océano de dolor inmenso y silencioso. Un océano que se vierte en lágrimas cuando entras en las casas de los vecinos de Alepo y empiezas a escuchar. No hay iglesia en la que no se celebre un funeral.

La bella Alepo, la ciudad cortejada por los cruzados, la que criaba a las más guapas princesas, es ahora una población diezmada. Todos los millennials deberían pasear por la zona este de Alepo, por sus calles reducidas a escombros, por los edificios semidesnudos, por el recuerdo vivísimo del infierno que se ha sufrido aquí en los dos últimos años. Todos deberían pasearse por estas calles de Alepo este para quedar dominados al menos un segundo por el silencio asombrado que te embarga al ver las consecuencias de las ideologías. Para derribar por un instante esa banalidad obstinada en la que vivimos. Detrás de cada piedra que está fuera de su sitio hay una historia, un drama.

Alepo este es una ciudad inhabitable. Alepo oeste es una ciudad sin luz regular, donde truenan los generadores, sin ascensores, con restaurantes de grandes comedores en los que solo se sirve café. A veces da la sensación de que solo las zapaterías y las heladerías tienen género. En algunos barrios solo hay agua corriente dos veces por semana. Y la mayoría de las familias no pueden pagar lo que cuesta un generador para poner una lavadora.

“Nosotros hemos querido responder a cada bomba, a cada gesto de odio con un gesto de amor”, me explica el padre Ibrahim, el párroco de los latinos. “Con un gesto de amor que no solo fuera espiritual. Cuando nos faltó el agua porque los yihadistas la cortaron, abrimos nuestro pozo, cuando faltó la luz compramos amperios para los que no los tenían”. En la misa de once la parroquia de Ibrahim está a rebosar. En realidad la parroquia está a rebosar a cualquier hora del día. “En lo más crudo de la guerra hubiéramos podido sacar a todos los cristianos de la ciudad, eran solo 40.000. Pero nuestra vocación está aquí” -señala-. “Nuestra misión aquí -completa monseñor Chahda, obispo de los sirios católicos- es mostrar que el amor es posible. Nos lo dicen los musulmanes amigos, nos dicen que nos necesitan porque sin nosotros el islam no conocería el amor”.

“Los cristianos con dinero se han marchado -explica el vicario apostólico Abou Khazen, con una sonrisa acogedora-. Aquí sólo ha quedado un resto de Israel. Pero no hay que preocuparse. El resto de Israel ha sido siempre el que ha cambiado la historia”. Un resto de Israel en medio de una de las ideologías más totalitarias de la historia, en medio del juego de todas las potencias del mundo desatadas con sus pretensiones encontradas en esta tierra.

Está claro que la agenda de los refugiados se ha quedado vieja. Ahora lo urgente es firmar una paz realista, sin maximalismos democráticos. Garantizar la seguridad para que a Siria no le suceda lo que le ocurrió a Iraq tras 2003 y poner en marcha un Plan Marshall. Para que vuelva el mayor número de los que tuvieron que marchar. El cantero de Alepo sigue haciendo su trabajo para que el resto de Israel tenga un techo. Para que las tórtolas tengan compañía.

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