El califa que no reinará

Mundo · Ricardo Benjumea
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4 diciembre 2014
La ambigüedad de Recep Tayyip Erdogan con respecto a la persecución de los cristianos tiene su explicación: el presidente turco quiso ser califa, pero terminó alimentando un monstruo que ahora amenaza con devorarle: el ISIS.

Hubo un momento de tensión durante la visita del Papa a Turquía. Fue durante su encuentro con el presidente Recep Tayyip Erdogan. Uno de los objetivos centrales de la visita de Francisco era dar visibilidad internacional a la penosa situación de los cristianos en Oriente Medio, pero el mandatario turco no se lo puso fácil y se negó a pronunciar una palabra sobre el tema. Habló, en cambio, y en términos muy duros, de la «islamofobia» en Occidente. Con ello estaba equiparando abiertamente las situaciones de discriminación con las que se encuentran los musulmanes en nuestras sociedad (la postura de la Santa Sede, en todo caso, es meridianamente clara contra cualquier forma de discriminación injusta), con el asesinato de cristianos en Siria o Iraq.

Erdogan ya lo había avisado. En la víspera de la llegada de Francisco, en una entrevista con el diario Hürriyet, afirmó que el objeto central de esta visita debía ser una llamada conjunta con el Pontífice para «frenar juntos la islamofobia». Preguntado sobre el llamado Estado Islámico, el presidente se refirió, sí, a un mal uso de la religión por parte de los fundamentalistas, pero en todo caso sentenció que el ascenso de este tipo de grupos terroristas se debía a errores cometidos por el mundo cristiano.

Laicismo selectivo

No es la primera vez que Erdogan traza ese tipo de paralelismos, aunque sí la más sangrante. En septiembre, el mandatario habló de la posibilidad de reapertura del seminario ortodoxo de Halki, en una isla cercana a Estambul, clausurado por el Gobierno turco en 1971. Tanto la UE como EE.UU. han pedido en reiteradas ocasiones a Ankara su reapertura. El Gobierno –dice ahora Erdogan– no tiene inconveniente en ello, siempre, eso sí, que a cambio Grecia autorice las obras de rehabilitación de dos mezquitas y empiece a reconocer derechos a la población musulmana. Precisamente en esos días de septiembre, se autorizaba la construcción de una gran mezquita en Atenas, y si bien es cierto que los musulmanes se encuentran con algunas restricciones en Grecia, la comparación entre ambos Estados no es precisamente muy favorable para Turquía.

Hasta ahora en Turquía había un problema de laicismo de Estado en un régimen tutelado por las Fuerzas Armadas. Los musulmanes –inmensa mayoría de la población turca– eran quienes más lo sufrían. La discriminación contra los cristianos –podía alegarse– formaba parte de ese laicismo agresivo que servía para occidentalizar Turquía. Ahora que el islamista moderado Erdogan ha tenido el acierto de comenzar a desmantelar la hostilidad oficial hacia la religión (y de sacudirse el yugo militar), la cosa cambia bastante. Con respecto a la Iglesia católica, la Santa Sede no se plantea siquiera la restitución de los bienes confiscados por Ataturk, sino el simple reconocimiento jurídico. Preguntado sobre esta cuestión, el ministro de Urbanismo, Erdogan Bayraktar, respondió que el asunto se había vuelto superfluo, ya que «el cristianismo ya no es una religión», sino más bien una «cultura». Así pues, no procedía su reconocimiento jurídico como entidad religiosa.

Una periodista de la televisión turca le preguntó al Pontífice, en el vuelo de regreso a Roma, por la islamofobia en Occidente y la cristianofobia en Oriente Medio. El Papa, de forma diplomática pero clara, trazó una diferenciación muy nítida, y situó ambos asuntos en planos muy distintos. Sobre lo primero, dijo que «el Corán es un libro profético de paz», y condenó la equiparación entre islam y terrorismo (del mismo modo, añadió, que «no se puede decir que todos los cristianos son fundamentalistas», aunque «nosotros también los tenemos»). Ahora bien, la cristianofobia «es una realidad. No quiero utilizar palabras un poco edulcoradas», enfatizó el Papa. «A los cristianos los persiguen en Oriente Medio». Es como si algunos «quisieran que no hubiese cristianos» en la región. Están los terroristas que les asesinan, pero también los gobiernos, que «diplomáticamente, con guante blanco», no protegen o discriminan a las minorías.

En este viaje a Turquía, explicó el Papa en su audiencia general de esta semana, Francisco reafirmó «la necesidad de que los Estados reconozcan la relevancia pública de la fe religiosa y garanticen a todos la libertad de culto». En no pocos países de la región, si no en la mayoría, los cristianos son ciudadanos de segunda y tienen vetado el acceso a determinados cargos públicos, sin olvidar que la conversión desde el islam está penada con la cárcel o incluso con la pena de muerte.

Pero el gran asunto que domina la actualidad es ahora el fundamentalismo islámico que avanza en Siria e Iraq y amenaza a otros países. En la rueda de prensa a bordo del avión, el Papa contó abiertamente que le planteó al presidente Erdogan la necesidad de que «todos los líderes islámicos (sean líderes políticos, religiosos o académicos) digan claramente y condenen» la violencia en nombre del islam. Es la misma petición que, desde hace meses, están dirigiendo continuamente los patriarcas y obispos orientales. El último en hacerlo, el patriarca Sako de Babilonia (con sede en Bagdad), que desde Viena, donde ha participado en un encuentro del Centro Internacional del Rey Abdullah Bin Abdulaziz para el Diálogo Interreligioso e Intercultural (KAICIID), lamentó esta semana la insuficiente reacción frente a la persecución religiosa «de la comunidad islámica, que solo denunció estos actos con timidez y declaraciones inútiles, mostrando la ausencia de un verdadero papel en el aumento de la toma de conciencia del público acerca del peligro del ISIS».

Los límites del neo-otomanismo

El desencuentro entre Erdogan y el Papa (que al mismo tiempo, ha manifestado insistentemente su agradecimiento a Ankara por la acogida a más de un millón y medio de refugiados procedentes de Siria e Iraq, sin recibir apenas ayuda de la comunidad internacional) es un síntoma más de un inquietante mar de fondo. Turquía, miembro de la OTAN, era el aspirante eterno a la Unión Europea hasta que, harta de portazos en las narices y humillaciones, parece haber abandonado el sueño europeo para intentar recuperar, en cambio, cierta posición hegemónica regional. De hecho, el Pontífice contó, sorprendido, que el presidente no le planteó durante la audiencia la cuestión del ingreso turco en la UE, una omisión impensable hace unos años.

La nueva política exterior turca se denomina neo-otomanismo. Frente al tradicional posicionamiento con Occidente, el presidente (entonces primer ministro) aspiró a liderar la llamada primavera árabe, incluida la sublevación contra el presidente sirio, Bashar Al Asad, pero se vio pronto desbordado por la irrupción en escena del llamado Estado Islámico. Lejos de admitir su fracaso y rectificar, el Gobierno turco se ha instalado en una actitud ambigua.

El ISIS ha logrado atraerse las simpatías de millones de musulmanes que sienten que sus pueblos han sido históricamente humillados y sojuzgados por Occidente, y consideran también que el nacionalismo árabe ha fracasado en su intento de devolver la dignidad a sus pueblos, cuando no lo consideran abiertamente un aliado de Europa y EE.UU. Ahí justamente reside el atractivo del concepto de califato: un sujeto político capaz de hablar de tú a tú, de plantar cara a Occidente. Erdogan reclamó para sí el título de califa, pero se le han adelantado los terroristas.

El problema, o uno de los problemas para el presidente, es que los yihadistas están ganando una cantidad inusual de adeptos en la propia Turquía. Se estima el número de combatientes turcos en el ISIS en Iraq en unos mil, más varios centenares que luchan en Siria. Su media de edad, 27 años, es más alta que la de los combatientes de otros países. Y también su nivel de estudios y extracción socio-económica. Hay entre ellos funcionarios, padres casados con hijos, pequeños empresarios… Son síntomas de que el islamismo radical empieza a cuajar hondo en la sociedad turca. Los titulares hostiles hacia la visita del Papa en algunos medios de comunicación islamistas apuntan en esa misma línea.

Otro gran condicionante para Erdogan es la cuestión kurda. Los kurdos podrían ser los grandes beneficiados de esta crisis en Oriente Medio. El PKK y otros grupos siguen en las listas de grupos terroristas de EE.UU. y Europa, pero de facto Occidente está colaborando abiertamente con ellos contra el ISIS. Ante la disyuntiva de favorecerles de un modo u otro, el Gobierno turco ha optado por una neutralidad que, no sin cierta razón, se ha calificado desde el exterior de complicidad velada con los terroristas. De paso, con ello, Turquía se ha asegurado cierta tranquilidad en sus fronteras. Si optara por una beligerancia abierta contra el ISIS, los costes para el país serían considerables.

Pareciera así que Erdogan ha caído en su propia trampa. No conforme con convertirse en un líder tan fuerte o más que Ataturk, ha querido ser una especie de califa o de gran referente en el Mediterráneo oriental musulmán. Pero al hacerlo, ha alimentado a un monstruo que amenaza ahora con devorarle. Si ahora se revolviera y se decidiera luchar contra ese monstruo, tal vez, significaría su suicidio político.

El presidente turco aspira a perpetuarse aún muchos años más en el poder, pero no sería extraño que su situación se volviera más pronto que tarde insostenible.

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