El Bosque de Soignes

Sociedad · GONZALO MATEOS
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8 diciembre 2022
Las hojas de los robles están repletas de sentido. El otoño nos recuerda que estamos hechos para pasar, para partir, para no poseer lo que amamos.

Si queremos entender lo que nos pasa en estos días no hay nada más urgente que pasear por un bosque. No se entiende el cambio del delito de sedición, la ley del “sí es sí”, o la eliminación del Mundial si no nos dejamos conmover con la imponencia del paisaje de un castañar. Las portadas de los periódicos digitales no nos explican nada. Las hojas de los robles están repletas de sentido. Y no hay realidad sin sentido ni hayedo en otoño que no nos encoja el corazón. La aparición en los bordes de las hojas de los árboles del ribete rojizo del otoño dice más de nosotros que el enésimo regate de Sánchez, la penúltima controversia mediática, los preocupantes datos de la inflación o mi última justificada indignación. Si no me elevo por encima de la lucha no entiendo nada.

Y es que el lento decaer de las cosas, la desaparición del verdor, el acortamiento de los días es más relevante, dice más de lo que más te importa, que tu estado de ánimo, tu reconocimiento social o la ilusión por tu última compra. La belleza de lo efímero no se la salta un galgo. Te persigue incluso cuando ya has dejado de verla. Ese fulgor inesperado, y más cuando es intenso y pasajero, no se explica fácilmente. O lo haces tuyo admirándolo o lo apartas y lo desprecias. Cuando te impacta ya no te suelta. En cierto modo te devuelve a la posición original de asombro y del sentido de la maravilla. Y entonces no cabe más respuesta que el silencio y la contemplación. O la rebelión violenta. Ahí se juega todo.

Todas las mañanas paso andando por delante del jardín vertical del Caixa Fórum de Madrid, el tapiz vegetal con la mayor superficie colgante vegetal del mundo. Siempre verde, siempre perfecto e imposible en su verticalidad. Asombra en el primer segundo, se olvida un instante después. Al otro lado de la calle se encuentra el Jardín Botánico, que no te saca un ¡oh¡, pero te deja un ¡ah¡. La paulatina desnudez de los troncos nos recuerda la cruel decadencia de todo. Lo que era majestuoso en verano es pasajero en septiembre. La vendimia, la lluvia, los níscalos, las castañas asadas y las primeras lumbres nos llenan de una tristeza pegajosa. Más que melancolía o añoranza es el reconocimiento de que los acontecimientos que más nos hieren son generalmente los más fugaces y precarios. La decrepitud otoñal da sentido a la plenitud de la primavera. Otoño es la tarde del domingo, el postre tras una espléndida comida, la última canción en el concierto de tu grupo favorito, la boda de tu última hija y el último beso antes de una despedida.

El otoño nos recuerda que estamos hechos para pasar, para partir, para no poseer lo que amamos. Pero con frecuencia nos perdemos el mensaje gozoso que eso supone. Lejos de ser una maldición es la bendición final, la que nos indica que la vida es una promesa que se cumple de una manera paradójica y misteriosa. Que hay que morir para vivir de nuevo. Alguien nos ha engañado cuando nos han hecho creer que el soltar, el desprenderse, el decir adiós es un final cuando en el fondo es una bienvenida a otra realidad más grande, que es lo más profundo de lo humano: que se nos ha concedido un extraño don, el que tras la decadencia y la muerte se nos ha prometido un banquete del que el otoño es un heraldo.

El otoño lo explica todo si hago callar esa cantinela recurrente y asfixiante de que siempre tengo razón y que son los demás los que no me entienden y me amenazan. Que mi verdad ha de prevalecer hasta que la realidad cante. El otoño me dice que al final he de separarme de mis ideas y mis obras para que no sucumban conmigo. Que para perdurar hay que calzarse las botas, salir del hogar y donar tus pertenencias más queridas. Y que eso es la ley de la vida. En el legendario de Tolkien el Valar Ulmo le recordaba al Rey Turgon: “No ames con exceso la obra de tus manos y las concepciones de tu corazón, y recuerda que la verdadera esperanza está en el Oeste y viene del mar”. Turgon no hizo caso y perdió todo lo que tenía a cambio de nada.

Y por eso existe la tentación de llegar a ser como esos cristianos viejos, o sabios ilustrados, o refractarios progresistas, o nostálgicos conservadores que se han olvidado mirar los bosques en otoño. O nos dejamos de dar importancia o la vida hará que dejemos de ser importantes. El tiempo pasa y no pasa nada porque está todo por pasar. Pasa que viene lo mejor que es lo que ocurre cuando nos dejamos hacer y decrecemos, y damos paso a lo siguiente, y que eso nos hace ganar la batalla de la vida, que no es tragedia sino drama pasajero con un gran final feliz.

En el último libro “Época de idiotas” (Encuentro, 2022) Armando Zerolo nos invita que ante el miedo a un mundo incierto y al poder de la técnica tomemos la posición de los idiotas, la de los locos o la de los niños, o la del mismo Jesucristo. Los que conscientes de que no pueden eliminar las circunstancias tratan de superarlas, los que han aprendido a vivir con el temor sin neutralizarlo, los que parten de la fragilidad y han comprendido que no hay que superar los límites sino aceptarlos para hacerse dignos de la ley del amor y del perdón. Los que han sido vencidos para ser salvados y han experimentado el poder del que se humilla. Los que viven la potestad del abandono para ser rescatados por lo que sucede. Los que gritan justicia y reconocen que tienen sed. Los que se hacen pequeños para que suceda lo grande, los que saben entregarse gratuitamente. Son los que viven en el límite donde es posible el encuentro. “Somos sobre todo aquello ante lo que nos inclinamos… somos necesidad de compañía”.

Hace unos días volví a pasear por mi añorado Forêt de Soignes, el descomunal hayedo catedral situado en pleno corazón de Bruselas. Ya no me pierdo en él ni vivo cerca de nada parecido. Hace ya casi cuatro años. El imponente bosque estaba ya en pleno otoño. Me sentí más pequeño que antes, pero más cierto de que no puedo vivir del lamento ni la añoranza. Que el gran espectáculo es que yo estaba allí, en ese preciso momento, y que el color que me rodeaba y la luz que se filtraba entre las copas de las hayas a casi cincuenta metros de altura es lo que me hace estar seguro que lo que me ocurre y lo que viene es aún mejor que lo que se ha ido. Y que está por descubrir. Lo inesperado se ha convertido en mi única esperanza cierta.

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