El balcón y Dña. Elvira y su mirada de celosía
Dña. Elvira no se atrevía a mirar por el balcón. D. Jacinto la rondaba noche y día, y era la comidilla de las fieles de la parroquia. Algo había en D. Jacinto que a Dña. Elvira, en cambio, la atraía. Su sombrero de copa, el bastón de madera y puño de marfil, su recio bigote, su porte militar ganado en África y en Cuba. Había no obstante, algo que no podía soportar. Su nombre. Ella, entrada ya en la treintena y él en la cuarentena, eran personas maduras, bastante maduras, y Dña. Elvira sabía ya lo que era el amor sobradamente. Cuando empezaba a desflorar tuvo un pretendiente que se suicidó precisamente a los pies de su balconada, para espanto de sus padres y del vecindario. El frustrado amante y amado también se llamaba Jacinto, sin más, sin el Don, y era el mozo del almacén de ultramarinos. Si el Jacinto de ahora, ya licenciado del Ejército, llevase uniforme de nuevo, sería por lo menos de capitán general.
El otro, acaso un mono de algodón, con alguna mancha por galón. Pero Dña. Elvira miró. Lo hizo como se hace en la morería, furtivamente, con una mirada de celosía. Y él la miró a ella. Como si de un acto reflejo se tratase, se tocó con la mano enguantada, la izquierda, su sombrero negro, y sonrió levemente. A Dña. Elvira, que había destapado el visillo sigilosamente, estrepitosamente lo soltó. No alcanzó a ver la sonrisa de D. Jacinto, ni la sombra que dos portales más abajo parecía acechar al confiado D. Jacinto. Su encorsetada figura desapareció por la rendija del ventanal. Quedó D. Jacinto mirando un geranio en flor, blanco, como su guante. Se acomodó en el portal donde permanecía de pie, pues soplaba viento proveniente de la sierra del Guadarrama, y como un viejo palomo se abrochó bien la capa para pasar un buen rato largo más. La sombra tampoco se movió.