El atentado no es culpa de la secularización: superemos The Walking Dead

España · Jorge Martínez Lucena
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23 agosto 2017
Pocos días después del atentado de las Ramblas, ya tenemos abatidos o en la Audiencia Nacional a todos los supuestos responsables. En la estela de la aciaga concatenación de sucesos quedan las víctimas: 15 muertos, más de un centenar de heridos, y todas las familias y amigos de los damnificados.

Pocos días después del atentado de las Ramblas, ya tenemos abatidos o en la Audiencia Nacional a todos los supuestos responsables. En la estela de la aciaga concatenación de sucesos quedan las víctimas: 15 muertos, más de un centenar de heridos, y todas las familias y amigos de los damnificados. Pero los círculos concéntricos de afectados se expanden: los barceloneses y demás amigos de la ciudad ya no podrán ir a Canaletas sin ver en las fuentes un túmulo funerario, o llegar al mosaico de Miró que hay al salir de la estación de Liceu sin acordarse de los benditos airbags de la furgoneta; los autóctonos de Cambrils y sus visitantes ya no se abandonarán de igual modo al sereno deambular por el Paseo Marítimo; los profesores y educadores sociales de Ripoll ya no mirarán igual a los chavales que les lleguen; los que aparquen en la zona universitaria de la ciudad condal, antes de salir del coche, mirarán bien si hay alguien agazapado o escondido; etc.

Queramos o no, va a haber un antes y un después del 17-A. Los atropellamientos y los apuñalamientos no se desvanecerán fácilmente, ni de la memoria de los testigos presenciales, ni de la de todos aquellos que tuvieron noticia de los fatídicos hechos y no pudieron despegarse de la actualidad noticiosa hasta el deseado desenlace de Subirats, en que la maldita célula yihadista quedó neutralizada.

Durante los cuatro días de persecución de Younes Abouyaaqoub se han sucedido las informaciones erróneas, que variaban a medida que el mayor de los Mossos d’Esquadra, Josep Lluís Trapero, comparecía desmintiendo ciertas conjeturas con datos contrastados. Pero, sin duda, el espectáculo más bochornoso al que hemos asistido, tanto en las redes sociales como en los medios generalistas, ha sido la continua búsqueda de un chivo expiatorio a quien colgarle el San Benito de la matanza, arrimando el ascua a la propia sardina. Todo un circo de los despropósitos ha ido desfilando ante nuestros ojos al grito acusica del “y tú más”: la alcaldía de Barcelona diciendo que, pese a las sugerencias de Interior, no se habían instalado bolardos y maceteros en el inicio de las Ramblas por culpa de la Generalitat; un eminente y televisivo sacerdote madrileño haciendo política bajo palio en un sermón en el que decía que Podemos tiene buena parte de culpa de lo sucedido; también hemos recibido demasiados mensajes contra el islam, pese a que ha habido claras manifestaciones de repulsa frente a estos actos violentos por parte de diferentes colectivos musulmanes al grito de “no en mi nombre”; por no hablar de aquellos que intentaban reducir el problema al manido “procés”, de uno u otro bando; etc.

Este ánimo de búsqueda de la clave de vuelta para explicar un hecho tan absurdo me parece muy humano, tanto en lo bueno como en lo malo. En lo mejor, porque nos revela que somos seres racionales, a la caza del sentido. En lo peor, porque, muchas veces, el chivo expiatorio no es más que algo o alguien que acaba pagando por nuestra incapacidad para gestionar las emociones que nos producen determinados acontecimientos que no sabemos explicar mecánicamente, de modo que sea posible su control y/o reversión. Creo que es por esto que, en ocasiones, convertimos irracionalmente y demasiado rápido el misterio que tenemos delante en un discurso al que le tenemos apego, culpando de la inaprehensibilidad del evento a nuestro malhechor predilecto de turno: Podemos, los secesionistas catalanes, el Estado español, el PP, la Generalitat, el Ayuntamiento de Barcelona o el islam.

De entre todas estas tendencias hermenéuticas en clave ombligocéntrica, hay una que me parece especialmente delicada en algunos ámbitos católicos: la socorrida secularización. Entre este alud de mensajería virtual, no han faltado en mi móvil textos escritos por amigos, en los que se identificaba la ambigua secularización como la categoría clave para explicar el crimen cometido. Quede claro que no me parece erróneo incluir la secularización entre el elenco de las condiciones de posibilidad de que este grupo de amigos musulmanes, aparentemente integrados en la sociedad catalana, se radicalizase en tan poco tiempo (parece que pudo empezar en el Ramadán) y fuese capaz de cometer tamaña barbaridad. Seguramente, el atentado no hubiese sucedido en un mundo ficticio en el que no hubiesen caído hace años los grandes relatos y en el que España siguiese siendo una comunidad cohesionada en torno al hecho cristiano. Sin embargo, nuestro país no es así tiempo ha y no veo qué sentido tiene instalarse en la añoranza de un pasado que muy probablemente dejó de ser católico tanto por causas externas a la propia Iglesia como por la incapacidad de ésta para seguir atrayendo la libertad y la razón de las gentes de los nuevos tiempos.

Es verdad que seguramente el imán salafista y yihadista que subyugó a estos chavales en reuniones secretas en una furgoneta de Ripoll no hubiese encontrado tanto caldo de cultivo en personalidades existencialmente ciertas del valor de la vida y del amor al prójimo. Sin embargo, de ahí a afirmar que la secularización es la madre del cordero hay un trecho. Creer eso significaría que, en nuestro querido Occidente, estaríamos constantemente en peligro de ser asesinados, porque no se puede negar que estamos masivamente secularizados. Si la secularización implicase asesinato sistemático no solo habría abortos a diestro y siniestro, o indiferencia ante los refugiados que se ahogan diariamente en el Mediterráneo. La cosa sería todavía más grave: los jovenzuelos se inmolarían en masa en las discotecas, los matrimonios bienestantes atropellarían en familia a los peatones del club náutico con sus Mercedes, las adolescentes apuñalarían a todo quisque por la espalda en los conciertos de Justin Bieber con tal de conseguir un autógrafo. La vida en nuestras ciudades se convertiría en una especie de Karmaggedon en el que nuestra existencia se parecería a la de los supervivientes de The Walking Dead y, perdón por mi optimismo, creo que todavía no hemos llegado a ese punto: mucha gente sigue muriendo en la cama.

Pero es que la secularización no es ni siquiera universalmente necesaria para que se produzcan inhumanidades. Sólo hace falta remontarse a las europeas guerras de religión para entenderlo o, si preferimos ejemplos actuales, viajar a lugares como la recóndita República Centroafricana donde hoy en día la (pretendida) religión está siendo la causa de las numerosísimas matanzas perpetradas tanto por la milicia musulmana Seleka como por las milicias cristianas Antibalaka. No quiero decir con esto que la religión sea la razón de ser de todas estas atrocidades, prueba de ello es el papel del padre Aguirre, obispo de Bangassou, en mitad de ese conflicto, que está protegiendo a 2.000 musulmanes, con grave riesgo de la propia vida, del exterminio a manos de una desorganizada banda de chavales drogados, alcoholizados y armados que conforman las nominalmente cristianas filas antibalaka.

Igual que a los creyentes nos parece pereza mental estigmatizar a la religión como la causante de todos los males del mundo, me parece un poco simplista utilizar la secularización como el lecho de Procusto de nuestras cábalas acerca de los desmanes yihadistas. Ni siquiera me parece atinado en el caso de este último atentado, en que los sujetos captados por el veneno del Estado Islámico eran un grupo de amigos que jugaban a fútbol sala y, como cuenta conmovida Raquel Rull, la educadora social que trabajó con ellos en el “Lokal”, no se salían en nada de la normalidad.

Me parece que resulta realista y saludable convivir con el misterio. Y especialmente cuando uno se pone frente al mal. Auschwitz, los gulags soviéticos, Hiroshima o el bombardeo de Dresde no fueron posibles sin el concurso de muchas libertades humanas. Decir que todo fue culpa de la secularización me parece una boutade al servicio de nuestra pasividad y de nuestra autocomplaciente confirmación en nuestra teoría, mientras el mundo anda por otros derroteros. Por eso sugiero que dejemos ya de objetar a la situación y nos pongamos a ver si se puede hacer algo con el mundo actual tal y como lo tenemos, sin darle obsesivamente a la tecla de rebobinado.

El escándalo de los curas pederastas no nos convierte a todos los católicos en tarados sexuales. Por eso mismo, tampoco convirtamos al islam y a la secularización en los causantes de todos los males. La realidad está llena de matices. Intentemos entenderlos con detenimiento y minucia. La fe no es enemiga de la razón, sino que le da a ésta un horizonte en el que respirar sin caer en la desesperación. La razón, como nos dijo Benedicto XVI en Ratisbona, impide que la fe se fosilice en fanatismo. Además, la susodicha razón se despliega en el diálogo con el otro, que es un bien y que nos oxigena las ideas invitándonos a pensar fuera de la propia caja.

Por todo esto, veamos si entre los ateos, los fieles de todas las religiones y los integrantes de las múltiples administraciones, podemos ayudarnos a entender por qué hoy tenemos que lamentarnos de un 17-A. Quizás así podamos hacer algo para evitar el éxito de estos bárbaros en intentos venideros. Quizás así los católicos encontremos el modo de dejar de ponerle condiciones al mundo, y con ello actualizar inteligentemente la gratuita donación de la vida de Cristo, saliendo de la zona de confort, como lo está haciendo el obispo Aguirre en mitad de la más salvaje África, como lo siguen haciendo tantos cristianos invisibles en tierras secularizadas.

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