El 11-M y el origen de la unidad

Editorial · Fernando de Haro
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10 marzo 2024
La dialéctica amigo-enemigo concibe la sociedad como una agregación de individuos, de identidades en lucha, de grupos ideológicos contrapuestos. Cada uno de ellos tiene una concepción diferente de lo que es justo y se impone a los demás  por el juego de las mayorías.

20 aniversario del mayor atentado yihadista en suelo europeo. Madrid, estación de Atocha. Diez bombas en cuatro trenes en la hora punta. 192 muertos, miles de heridos. La onda expansiva de la dinamita alcanza la vida pública y fragmenta, divide, polariza.

El atentado múltiple del 11-M fue un golpe de al-Qaeda en su segunda fase. Cuando la organización, tras los ataques del 11-S en Nueva York, se descentraliza. Las células yihadistas de España mantenían una relación muy estrecha, antes de 2001, con los terroristas que derribaron las Torres Gemelas. Parte de esas células son desmanteladas tras el 11-S. Y los miembros que quedan en libertad se coordinan con yihadistas del Magreb y con delincuentes comunes para volar los trenes.

Las primeras horas tras el atentado, en un Madrid en shock, silencioso, están marcadas por la unidad en el dolor y la solidaridad con las víctimas. Pero el atentado se produce tres días antes de unas elecciones generales. El Gobierno de Aznar había abrazado un atlantismo ingenuo que le había llevado a apoyar a Bush en su guerra contra Iraq.

El Gobierno de la derecha “necesita” que los terroristas no sean yihadistas para ganar las elecciones. Mantiene más allá de lo que es razonable, y de los numerosos indicios que aparecen muy pronto, la tesis de que el atentado es obra de ETA, del terrorismo vasco. La izquierda “necesita” que los terroristas sean yihadistas y que el atentado sea un acto de venganza por la participación en la guerra de Iraq. Luego se sabrá que es obra de yihadistas pero que estaba decidido antes del comienzo del conflicto. Horas antes de que abran los colegios electorales, las sedes del PP son cercadas por manifestantes de izquierda. A los líderes de la derecha se les llama asesinos. El Gobierno de Aznar no tiene flexibilidad y capacidad de evitar la confrontación.

La derecha mantiene durante mucho tiempo que le han robado las elecciones. La izquierda alimenta durante mucho tiempo una “transferencia de culpa”, como si los responsables de los atentados no hubieran sido los terroristas sino el Gobierno de Aznar por sus opciones de política internacional.

Desde aquel momento, la polarización que había comenzado a dominar la  vida pública con el segundo gobierno de Aznar  (2000-2004) ya no desaparecerá.

El 11 -M contribuyó a que se entendiera la vida política, y por extensión la vida social, con la dialéctica amigo-enemigo, como un conflicto sin apenas límites. Esta mentalidad concibe la sociedad como una agregación de individuos, de identidades en lucha, de grupos ideológicos contrapuestos. Cada uno de ellos tiene una concepción diferente de lo que es justo y se impone a los demás  por el juego de las mayorías. Mayorías en algunos casos muy escasas. Cada nuevo Gobierno supone, de algún modo, un “cambio de régimen”.

En este contexto se suceden los llamamientos al reconocimiento de una identidad compartida basada en bienes comunes. Se suceden las exhortaciones a preservar el “valor moral” de la unidad, a no echar a perder “una gran historia”.

Son unos llamamientos condenados de antemano al fracaso, cuando no pretextos para imponer una  cierta posición. La unidad no puede ser algo externo, una exigencia moral -basada muchas veces en un acontecimiento del pasado- que se propone o exige a un sujeto social que ya ha quedado constituido de forma previa por un determinado sistema de ideas o de afectos. O la unidad es generada por un bien (en España de la transición fue la reconciliación) actual que conforma, vertebra y es el origen de los diferentes sujetos sociales o será una palabra vacía, una fuente de frustración.

 

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