Educar la mirada: Saint-Exupéry en tierra de hombres

Cultura · Chema Alejos
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19 abril 2018
A uno no le salen las cuentas. Fascinado por el ideal que nos ofrece la sociedad, y apostándolo todo por ello, te acabas encontrando desolado por un incumplimiento doloroso. Hay momentos en los que uno percibe destellos de belleza que nos sorprenden en lo cotidiano. De un modo imprevisto, como un ladrón en medio de la noche, sucede algo que te eleva, pero al mismo tiempo ensancha aún más el anhelo de tu ser, para volver a estar mendigando sucedáneos de verdad allí donde nos lo ponen a buen precio. Podríamos decir que somos ontológicamente insatisfechos y consolarnos tontamente con el mal de muchos.

A uno no le salen las cuentas. Fascinado por el ideal que nos ofrece la sociedad, y apostándolo todo por ello, te acabas encontrando desolado por un incumplimiento doloroso. Hay momentos en los que uno percibe destellos de belleza que nos sorprenden en lo cotidiano. De un modo imprevisto, como un ladrón en medio de la noche, sucede algo que te eleva, pero al mismo tiempo ensancha aún más el anhelo de tu ser, para volver a estar mendigando sucedáneos de verdad allí donde nos lo ponen a buen precio. Podríamos decir que somos ontológicamente insatisfechos y consolarnos tontamente con el mal de muchos.

Sin embargo, de vez en cuando se cruzan en nuestra existencia personas que parecen no estar heridas estándolo. Viven en medio de la multitud de un modo envidiable porque saben abrazar aquello que hace la vida verdaderamente grande. Están moldeados por el mismo barro corruptible llamado a la eternidad, pero con una mirada hacia la realidad que la transfigura o, quizá, la miran sabiendo que pueden ser transfigurados por ella.

Saint-Exupéry tiene esa mirada elevada, amplia y profunda. Mirada creativa capaz de descubrir el hilo dorado del que está tejido el mundo, hilo de sutura para la herida abierta de nuestro deseo. Con una imagen muy recurrente en sus escritos, él ha descubierto el agua subterránea que “gracias a ti, se abren en nosotros todas las fuentes cegadas de nuestro corazón”.

El piloto francés escribió su obra Tierra de los hombres en un momento histórico en el que la sociedad francesa estaba desgarrada por un conflicto bélico sin precedentes, y en sus líneas se descubre muchas veces una angustiosa preocupación por los suyos elevada por la esperanza cierta de la positividad de la vida. Sus palabras no se conforman con impulsar el ánimo de sus compatriotas sino que les apremia a alzar el rostro, a dejar de contemplar la técnica bélica como salvación de Europa y descubrir aquello que realmente construye la civilización.

“La grandeza de un oficio estriba, tal vez y ante todo, en unir a los hombres: sólo hay un lujo verdadero: el de las relaciones humanas”.

La pretensión educativa de Saint-Exupéry queda recogida al inicio de esta autobiografía. Fue con 26 años, recién incorporado como joven piloto, cuando le dieron el primer trayecto Toulouse-Dakar. La emoción de cubrir este trayecto por primera vez se mezclaba con el temor a las montañas de España que nunca había sobrevolado. El director de la Sociedad Latécoère, Didier Daurat, le preguntó si conocía bien las consignas. Pero éstas no son suficientes para afrontar por primera vez una ruta en la que en días de tormenta estaba “repleta de celadas, de trampas, de acantilados que surgían bruscamente y de torbellinos capaces de arrancar cedros de cuajo. Negros dragones defendían la entrada de los valles, haces de rayos coronaban las crestas”. La realidad se presentaba hostil al joven piloto amedrentado por las historias de los más veteranos. El señor Daurat, antes de despedirle le recordó:

“Es muy bonito eso de navegar con brújula sobre España, por encima del mar de nubes; es algo sublime, pero… no lo olvide: bajo el mar de nubes… está la eternidad”.

Un mar de nubes para un piloto esconde la muerte, para un montañero tiene un significado distinto. “Comenzaba a darme cuenta de que un espectáculo sólo cobra sentido dentro de una cultura, de una civilización, de un oficio”. Fue su amigo Henri Guillaumet, a quien rinde homenaje en esta obra, quien le enseñó a mirar de un modo relacional la vida humana. El joven Saint-Exupéry se “había sumido en la aridez de los mapas y no había conseguido descubrir las instrucciones que necesitaba”. Guillaumet le educa la mirada y, abriendo sobre la mesa el mapa de la Península Ibérica, le descubre aquello que una visión cuantificable no permite.

“Pero ¡qué extraña lección de geografía recibí entonces! Guillaumet no me enseñaba España; él convertía España en una amiga. No me hablaba de hidrografía, ni del ganado, ni de la población. No me hablaba de Guadix, sino de los tres naranjos que, cerca de Guadix, bordean un campo: ‘Desconfía de ellos, márcatelos en el mapa…’. Y en mi mapa, desde aquel momento, los tres naranjos eran más importantes que Sierra Nevada. No me hablaba de Lorca, sino de una humilde granja cercana a Lorca. Y aquella pareja, perdida en el espacio, a quinientos kilómetros de distancia de nosotros, adquiría una importancia enorme. Instalados, como vigilantes fareros, en la ladera de la montaña, estaban prestos bajo las estrellas, para socorrer a otros hombres. Así rescatábamos del olvido, de una inconcebible lejanía, detalles ignorados por todos los geógrafos del mundo.”

La geografía española, sin cambiar un ápice, se desvelaba de un modo más humano, mucho más propio. Esta mirada relacional, que no añade irrealidad al mundo, descubre “lo invisible a los ojos” porque tiene en cuenta que la verdad es una mutua relación entre el objeto y el sujeto que se relaciona con ella y con el resto de los seres. ¡Cuánta necesidad tenemos de ser educados en este modo de abrazar, acoger y descubrir las posibilidades que la vida nos ofrece y elevarnos a un modo más auténtico de ser hombres! “Poco a poco, la España de mi mapa se transformaba bajo la lámpara en un país de cuento de hadas”.

Esta vocación de educar la mirada empieza por dejarse guiar por tantos otros que nos han precedido y que, desgraciadamente, han sido reducidos a volúmenes polvorientos de biblioteca, CD’s en peligro de extinción o películas regaladas con los dominicales que jamás serán desprecintadas. Necesitamos ser introducidos en la vida de un modo verdadero, que nos señalen y nos acompañen pero que no nos eviten caminar. “Cada uno de nosotros, en circunstancias insospechadas, ha conocido las más entrañables alegrías. Nos han dejado una nostalgia tan grande que hasta llegamos a añorar nuestras desdichas si han sido nuestras desdichas las que las han propiciado”.

Pero el hombre que se mueve en la paradoja de ser grande y vil puede amordazar su propia nostalgia y sobrevivir sin responder a su naturaleza, alienado socialmente y dejándose llevar por lo que toca. “Esos hombres que se creen hombres y que, sin embargo, por una presión de la que no son conscientes, están reducidos, como hormigas, a ser sólo usados”. ¡Qué alguien nos rescate si caemos en este abismo! Urgen maestros que nos enseñen a pensar con rigor, a penetrar en cada realidad sin reducirla ni violentarla con nuestros esquemas.

Para descubrir el sentido de la vida tenemos que recorrer nuestra existencia guiados por mapas trazados por aquellos que nos han precedido; mapas sin escalas, sin referencias geográficas ni hidrográficas, pero, a modo de imágenes, repleto de escenas iluminadoras que despiertan una y otra vez la nostalgia, “deseo de algo que no podemos describir”, y desvelan nuestro papel en la vida. “Sólo entonces podremos vivir en paz y morir en paz, pues lo que da sentido a la vida da sentido a la muerte”.

Democresía

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