Ecuador. Entre la vida y la muerte, una humanidad más verdadera
El martes 17 de marzo comenzó en Ecuador la cuarentena contra el coronavirus, con toque de queda en todo el país desde las dos de la tarde hasta las cinco de la madrugada siguiente. En el momento de escribir estas líneas, aquí se han registrado casi 3.500 casos y 172 muertes por Covid-19 según datos oficiales, aunque el presidente Lenín Moreno ha tenido que admitir que estos datos no reflejan la realidad. De hecho, desde hace semanas, en la ciudad de Guayaquil (la más golpeada por el coronavirus) hay cada día cientos de muertos que, debido al colapso del sistema sanitario y funerario, no llegan ni siquiera a diagnosticarse y mueren en sus casas (por Covid-19 o cualquier otra enfermedad) y solo van a recogerles varios días después. Mientras tanto, por miedo al contagio, muchos cuerpos son envueltos con sábanas y abandonados en las calles. Hace unos días, el Gobierno respondió implicando a la policía y el ejército en la recogida de cuerpos e instalando salas mortuorias fuera de los hospitales, donde dejan los cadáveres que recogen por la calle a la espera de ser identificados por sus familiares. Al mismo tiempo, parece que el Gobierno está tratando de ayudar a las familias con más dificultades para darles sepultura en los cementerios. Una auténtica tragedia.
Llevo 16 años viviendo en Quito, donde el contagio de momento es menor, unos trescientos casos. El 22 de marzo, a las cinco de la mañana, un amigo de Guayaquil me llamó porque su madre, que sufre diabetes desde hace años, murió de repente en su cama, después de un episodio de fiebre y tos. Logró darle sepultura dignamente, en presencia de su padre y sus dos hermanos. Ese día comprendí mejor que con este virus lo que está en juego es el hecho de vivir o morir. No solo porque el coronavirus puede afectar a cualquiera, sino porque hay una vida que deseamos y podemos vivir incluso con el virus.
Trabajo en ciertos barrios pobres de la ciudad de Quito y todos los días acompañamos a niños, jóvenes y adultos, oreciendo espacios educativos y relaciones que les ayuden a vivir. Estos días, todo el trabajo lo hacemos desde casa con los medios tecnológicos de los que disponemos. Me llama la atención la creatividad que veo surgir entre mi gente, el deseo de acompañarse y apoyarse mutuamente, algo que en esta situación es como si se hubiera centuplicado, la ayuda que uno querría prestar para que la gente no se quede sin comer.
Hay todo un mundo de solidaridad que también aquí se ha puesto en marcha y es conmovedor. Existe una unidad que supera las muchas divisiones que siempre he visto en este país, entre ricos y pobres, entre los que tienen la piel de un color u otro, una unidad que deja sin palabras. Como recordando que todos somos iguales frente al Destino que nos espera, porque lo que nos llevaremos allí no es lo que hayamos recogido en este mundo.
Personalmente, estoy viviendo estos días de cuarentena encerrada en casa, como la mayoría, con una profunda paz interior. Después de tantos años sin dejar de hacer cosas, intentando ayudar, desgastándome por unos y otros, quizás había olvidado la plenitud que puede dar la pura y simple relación con el Misterio que hace la vida y nos da el aire que respiramos. Mi jornada está marcada por momentos de oración y silencio, para recordar a Aquel que lo hace todo y ha dado la vida también por mí; momentos de trabajo desde casa, conectándome con mis compañeros de trabajo y con los jóvenes a los que atendemos, para afirmar que existe un Bien que es la vida y que todo es dado; y por mensajes y llamadas con amigos cercanos y lejanos. Hasta las relaciones que en esta extraña situación en cierto modo se nos han quitado, en realidad nos son devueltas de un modo distinto y más pleno.