Drama e indiferencia, las dos caras de una crisis del corazón
Extraña guerra la que tiene lugar en Siria. Masacres tantas veces ignoradas, éxodos bíblicos ya incontables y periódicamente titulares de apertura en páginas web y emisoras de televisión sobre bombas químicas que atacan objetivos sensibles. De las causas y objetivos de esta guerra circulan por la red informaciones tan contradictorias y disparatadas que en el fondo ya nadie sabe cuál es la verdad más fiable.
Toda esta confusión es la imagen de nuestros tiempos. Entre unas cosas y otras, hay una guerra entre nosotros. Una guerra de la que sabemos poco, excepto que es potencialmente muy peligrosa. Se alimenta de la incertidumbre, esa sensación de indefinición que atraviesa todo Oriente Medio y también el corazón de cada uno de nosotros. Lo que la motiva es la búsqueda del control, de la posesión, como única posibilidad de realización y promoción de uno mismo. El mal que vemos fuera, los ruidos que nos llegan en medio del desierto, son solo un eco de lo que sucede dentro.
Tal vez por eso no somos capaces de entenderlo, porque no está claro para qué sirve todo este dolor que llevamos encima y que se agudiza con cada tuit, con cada frase a medias pronunciada por quien no te esperarías y que inevitablemente hace más difícil soportarse, acogerse. Nuestro interés por esta situación es fragmentado, informe, líquido, pasamos de la crisis más aguda a la indiferencia más total. A pesar de ello, precisamente por ello, todos sabemos que no es posible ignorarlo. Cada uno tiene su propia lectura, su opinión, sus expectativas. Pero, en el fondo, nadie sabe cómo salir.
Luego te llegan noticias de algunos amigos que viajan a Alepo justo los días de los bombardeos americanos, que están allí junto a los pobres, huérfanos y viudas, que les sonríen y celebran la vida. Entonces, como los discípulos en los días siguientes a la Pascua, cuesta creer lo que estás viendo, una vida que vuelve a empezar, una humanidad que no renuncia a ponerse en camino. Porque incluso bajo las bombas, incluso en medio de la crisis más oscura, lo que marca la diferencia es una presencia, una historia particular, que vuelve a empezar a amar y que –a través de ese bien tan gratuito– hace de nuevo posible mirar al futuro sin ser esclavos del mal ni rehenes de la necesidad de un poder que lo somete todo y que nos acaba matando.
Dentro de nosotros hay muchos pueblos que necesitan ser reconstruidos y también perdonados. Solo a partir de este nuevo inicio puede llegar la paz, el paso de la necesidad del poder al poder de la necesidad, del deseo definitivo de ser verdaderamente hombres. Pero sin un hecho histórico cargado de positividad y belleza es imposible librarse de la ilusión de que basta con poseer para disfrutar, y entonces todo, absolutamente todo, puede ser manipulado.
En esta extraña guerra sin batallas pero con una hecatombe de muertos, la verdadera apuesta es aquello por lo que nadie apostaría. Es decir, el hecho de que la paz entre los pueblos y en el propio corazón no llega en dos días sino a través de infinitos momentos de verdad, belleza, nuevos inicios… ¿Pero alguien conoce algo más revolucionario que devolver la vida a lo que ya estaba muerto, y empezar a amar lo que siempre se había odiado? La guerra no termina el día en que las armas callan, sino el día en que combatir resulta mucho más difícil que rendirse ante todo el bien que existe. La llaman “crisis siria” pero todos nosotros sabemos que esos aviones que sobrevuelan el cielo de Damasco tienen que ver con el camino y el tormento que vivimos cada uno de nosotros en este extraño y confuso final de década.