Dostoyevski y la belleza que salva

Cultura · Adriano Dell'Asta
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19 enero 2022
“La belleza salvará al mundo”. Este aforismo de Dostoyevski se ha repetido tantas veces que casi suena aburrido, y sobre todo corre el riesgo de resultar fuera de tono e inaceptablemente simplista en tiempos tan duros como estos.

Pero tal vez no sonaría tan fuera de lugar si recordáramos que cada vez que aparece esa idea de una belleza salvífica, siempre va acompañada de toda una serie de preguntas y aclaraciones que la hacen mucho más compleja de lo que podría parecer a simple vista. ¿Qué belleza?, se pregunta Dostoyevski con sus personajes. Porque los nihilistas también aman la belleza y puede haber una belleza en la Virgen, pero también en Sodoma; y ambas bellezas pueden coexistir al mismo tiempo en el corazón del mismo hombre, tanto que a veces dan ganas de comprimir un poco ese corazón.

Aquí no se trata de una cuestión de equilibrio, de un escepticismo moderno que vendría a relativizar un excesivo dogmatismo tradicionalista. Dostoyevski estaba totalmente convencido de que existe una salvación y está ligada a su Cristo, y que no existe nada más hermoso y razonable.

Pero también debe quedar clara otra cosa: que esta convicción suya era todo menos sentimental, fideísta, automática o lanzada a la cara de los dudosos para hacerles callar desde las alturas de un saber que se creía adquirido de una vez por todas. Igual que los que le leemos ahora –y siempre nos fascina, hasta hacernos sentir contemporáneos y patriotas suyos–, Dostoyevski conocía demasiado bien la condición que caracterizaba la época y el país en que vivía para tener esta insensata pretensión de poder dominar cualquier cosa y no dejar en cambio espacio a otro o, mejor dicho, a Otro. Dostoyevski conocía bien la crisis que atenazaba al Estado, a la Iglesia y a la sociedad rusa, y es bueno que nosotros también nos hagamos cierta idea si queremos comprender la excepcionalidad de su postura.

La crisis del Estado era la de un país que se presentaba fuerte y capaz de resistir a cualquier ataque. En el fondo se pensaba que no podía ser casual que Rusia determinara la política de la restauración después de la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas. Sin embargo, en realidad ese mismo Estado empezaba a no saber responder al nuevo movimiento terrorista más que con una represión ciega, a la que la sociedad no correspondía con un sentido de responsabilidad por el bien común o con el deber de reconstruir un cierto estilo de convivencia donde ese concepto tuviera algún sentido, sino con un relativismo que acabaría por destruirlo todo. Como diría muchos años después uno de los mejores conocedores de Dostoyevski, Semën Frank, recordando su arresto por participar en un movimiento revolucionario y recordando cómo uno de sus compañeros se suicidó en prisión prendiéndose fuego porque estaba convencido de que nunca sería un “buen revolucionario”, “entonces utilizamos aquel suicidio para mostrar el horror de las cárceles zaristas, sin preocuparnos del destino de nuestro amigo y sin darnos cuenta, ni siquiera de lejos, de lo que debía haber sucedido en el alma de nuestro joven compañero que se había suicidado para temer de esa manera no estar a la altura de una idea”.

No menos grave era la crisis de la Iglesia, un organismo, aparentemente, igual de poderoso que el Estado, e igualmente omnipresente, que dictaba con sus fiestas y procesiones el calendario de la vida civil y que establecía, por ejemplo, la prescripción (respetada universalmente) de la confesión anual para los funcionarios. Sin embargo, la situación real era bien distinta, hasta el punto de que en 1916, cuando el ejército imperial retiró esta obligación, al cabo de un año, el porcentaje de frecuencia en este sacramento pasó del 100 al 10%. Como diría un gran amigo de Dostoyevski, Soloviev, hablando de sí mismo antes de su retorno a la Iglesia para explicar por qué estudiaba ciencias naturales, era evidente que en esta situación “los monstruos antediluvianos eran mucho más fascinantes que un catecismo antediluviano”. Por lo demás, el propio Dostoyevski, casi en vísperas de su muerte, seguía repitiendo que el cristianismo no enseña a hacer exámenes del catecismo sino que más bien era la conciencia de la persona de pertenecer al Señor de la vida.

Esta es la cuestión. Si Dostoyevski estaba seguro de la salvación, era justamente por la fascinación que este Cristo, Señor de la vida, ejercía sobre él, más allá de cualquier crisis. La certeza no venía de lo que él pudiera idear o “poner en escena”, sino de otra cosa.

El otro elemento importante para comprender la excepcionalidad de Dostoyevski y también su grandeza como artista era justo el rechazo a la posibilidad de reducirlo todo a una idea que sustituya la realidad. La idea puede ser mala, como era para Dostoyevski el relativismo que reconduce el drama del mal al puro “condicionamiento ambiental” o la reducción de la conciencia a un puro biologismo, o la reducción de la pregunta sobre el sentido de la vida a mera ética. En este caso, es evidente que Dostoyevski no puede aceptar estas posturas que para él son equivocadas, pero el fondo de la cuestión no reside aquí, sino en la idea en sí. La idea puede ser incluso buena y justa, pero pierde estos rasgos si no sirve para hacer entrar en escena, poner en acción en la historia, en tiempos y lugares distintos, lo que la hace buena y justa. Para Dostoyevski, el mal del socialismo ateo no consistía ante todo en negar a Dios, sino en que lo había transformado en una idea, defendiendo incluso las ideas de Cristo (humanitarismo) pero ya sin Cristo, negándole de manera programática o pretendiendo poder prescindir de él.

Para Dostoyevski, el problema no era principalmente defender la religión, sino defender la realidad. Esa era la salvación que debía venir de la belleza. La belleza no era entonces una vaga fantasía romántica, sino la percepción de una realidad sorprendente porque no está hecha por la previsible mano del hombre, pero no menos humana porque ni siquiera se podía ver sin la disponibilidad del hombre para mirarla, eso era lo que permitía reconocerla, más que los fantasmas creados por su propia imaginación.

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