Dostoyevski. El milagro de la felicidad y nuestras ´noches blancas´

Cultura · Joshua Nicolosi
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19 junio 2019
“¡Dios mío! ¡Todo un minuto de felicidad! ¿Acaso es poco para toda una vida humana?”. Así termina, con esta apremiante pregunta de su protagonista, Noches Blancas, una pequeña joya nacida de la pluma de Fiodor Dostoyevski en 1848. Es la pregunta de un soñador que acaba de ver cómo se esfuma su amor por la hermosa Nastenka, que a su vez esperaba el regreso de su amado, después de un año alejados. Del mismo modo, parece acabar en cenizas la esperanza de que, por una vez, la realidad, que siempre había huido a atrincherarse en la cómoda atmósfera de los sueños, pudiera satisfacer su desesperado deseo de vivir plenamente, de sumergirse en emociones de carne y hueso.

“¡Dios mío! ¡Todo un minuto de felicidad! ¿Acaso es poco para toda una vida humana?”. Así termina, con esta apremiante pregunta de su protagonista, Noches Blancas, una pequeña joya nacida de la pluma de Fiodor Dostoyevski en 1848. Es la pregunta de un soñador que acaba de ver cómo se esfuma su amor por la hermosa Nastenka, que a su vez esperaba el regreso de su amado, después de un año alejados. Del mismo modo, parece acabar en cenizas la esperanza de que, por una vez, la realidad, que siempre había huido a atrincherarse en la cómoda atmósfera de los sueños, pudiera satisfacer su desesperado deseo de vivir plenamente, de sumergirse en emociones de carne y hueso. De hecho, a nuestro protagonista, después de perder a la muchacha que le había llenado de ilusiones, no le queda más que volver a su habitación para meditar, para digerir un nuevo rechazo de la realidad en nombre de otra nueva dimensión onírica, más reconfortante. ¿Pero realmente puede el sueño aprisionar el alma? ¿O no será más bien un trampolín hacia la concreción de la existencia, por mucho que esta pueda resultar desgarradora e imprevisible?

Bien pensado, todos los hombres, naturalmente en diferente medida, pueden clasificarse como soñadores. Entre otros muchos motivos, la grandeza de Dostoyevski está en que consigue abrir una brecha tanto en el corazón más tenaz e irreductible como en el más temeroso y acobardado. Porque todo soñador, todo ser humano, al imaginar su felicidad, al dibujar en abstracto los escenarios de su realización, se ve invadido por una satisfacción intensa. Encontrar el amor, alcanzar un logro significativo, hacer feliz a las personas queridas, cumplir las propias ambiciones, todas son exigencias connaturales a la estructura humana, que como tal siempre se ve proyectada hacia el futuro.

Pero si este es el círculo existencial del hombre, más aún que el sueño hay una urgencia que le condena inevitablemente: la vida. El sueño no puede quedar apartado de su cumplimiento, pues de lo contrario corre el riesgo de convertirse en desesperación. De hecho, el poder de un sueño se incrementa cuando llega a coincidir con la realidad, casi hace falta una cierta preparación para afrontarlo con coraje de espíritu. Como hace el soñador de Dostoyevski, que se abre ante las lágrimas de una joven abandonada con un amor incondicional y comprensivo, fruto por cierto de un deseo de esa relación madurado en el marco ideal de sus pensamientos.

¿Pero qué pasa cuando esta feliz combinación entre el sueño y la vida empieza a mostrar grietas difícilmente curables? ¿Qué hacer cuando nuestra Nastenka nos deja un sabor amargo, cuando a la vida parece que le empiezan a salir arrugas? Entonces, se vuelve al sueño. No decidiendo renunciar a la posibilidad de vivir, sino reconstruyendo a partir de los escombros una nueva perspectiva. La retirada de nuestro protagonista, con la frase que pronuncia al final, testimonia esto precisamente: la decepción de la vida no es una justificación adecuada para ignorar que sus acontecimientos nos han cambiado. El balance de una experiencia no se traza partiendo de la pérdida de la felicidad, más bien es la consideración de que la felicidad ha estado presente, guiando nuestras acciones. El milagro de la felicidad, aunque breve y frustrado por un final no feliz, es más grande que el drama de su pérdida.

Porque a veces, como en el caso de Nastenka, la felicidad llega tarde, sus consecuencias no se verifican inmediatamente pero al final retorna, recordándonos por qué la estábamos esperando. Otras veces, acabamos con el soñador, obligados a volver a empezar desde el atisbo de un nuevo pensamiento. Pero no es una tragedia. Toda derrota es un incentivo para seguir soñando. Y cuando seamos capaces de hacerlo, nuestra ansia de vida será cada vez mayor, cada vez más instintiva, siempre dispuesta a lanzarse al mundo. Así, la felicidad pasada –no importa lo lejos que quede– nos vivifica en el presente, por complicado que sea, y nos permite aspirar a un futuro que está todo por escribir. Donde la oscuridad dejará espacio a un sol que ya no se pondrá. A una perpetua noche blanca, hija de sueños a la caza de respuestas.

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