Dos Europas frente a frente en Hungría

Mundo · Antonio R. Rubio Plo
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10 abril 2018
Tal y como se esperaba, el primer ministro Viktor Orban ha ganado las elecciones legislativas del 8 de abril de 2018. Algunos dirán que ha sido gracias a un discurso antieuropeo, pero en realidad al primer ministro húngaro, y a su partido Fidesz, no le oiremos clamar contra Europa. Hungría es Europa, un concepto que no tiene que coincidir con Bruselas, aunque la capital belga sea la principal sede de la organización en la que los húngaros se integraron en 2004. Fidesz encarna un acentuado soberanismo, que se muestra escéptico ante el proceso de integración europea, que se ve no como una oportunidad sino como una amenaza para uniformizar los distintos pueblos y culturas que integran nuestro continente.

Tal y como se esperaba, el primer ministro Viktor Orban ha ganado las elecciones legislativas del 8 de abril de 2018. Algunos dirán que ha sido gracias a un discurso antieuropeo, pero en realidad al primer ministro húngaro, y a su partido Fidesz, no le oiremos clamar contra Europa. Hungría es Europa, un concepto que no tiene que coincidir con Bruselas, aunque la capital belga sea la principal sede de la organización en la que los húngaros se integraron en 2004. Fidesz encarna un acentuado soberanismo, que se muestra escéptico ante el proceso de integración europea, que se ve no como una oportunidad sino como una amenaza para uniformizar los distintos pueblos y culturas que integran nuestro continente.

En contraste, la oposición socialdemócrata da a sus conciudadanos una visión de Europa que no comparte una gran mayoría de húngaros. Por eso solo ha obtenido una veintena de diputados. Y es que los defensores de la integración europea no tienen buena prensa en una Hungría nacionalista, en la que todo europeísmo es sospechoso de limitar la soberanía recuperada por la nación tras la caída del comunismo. Europa, o mejor dicho Bruselas, es una especie de mal necesario. No se trata de abandonar la UE, aunque ésta haga amagos de sancionar o recriminar a Hungría y a otros países centroeuropeos, sino de defender la idea de que Europa, ante todo, es un conjunto de estados soberanos. Tan Europa es Budapest como Berlín, París o Roma. Puede compartirse soberanía en algunos aspectos, sobre todo económicos, pues son ventajosos para países con menor nivel de renta, aunque no se darán pasos significativos hacia una unión más plena, y si esto conlleva estar alejado del pelotón de cabeza, presente en Europa occidental, no importa. Antes bien, habrá que encontrar a países en con planteamientos semejantes para hacer un frente común. Tal parece ser el enfoque del grupo de Visegrado, compuesto por Polonia, Hungría, Chequia y Eslovaquia.

Los gobiernos de esos países en el poder, empezando por el del propio Orban, se han dado perfecta cuenta de que la economía y el bienestar material, en general, no son ilusionantes para un pueblo, no despiertan a los electores de su rutina diaria. El economicismo, asociado a la globalización, y por supuesto a la UE conllevaría el riesgo de dejar en un segundo plano los intereses nacionales y la propia cultura. Consecuencia lógica es la reafirmación de la identidad nacional, que a veces se reviste de defensa de Occidente, de la civilización europea e incluso del cristianismo. La globalización, el mundialismo, se propone liquidar la cultura y la identidad nacional, y los nacionalistas ponen un rostro visible a la amenaza: la inmigración. ¿Por qué han de venir a Hungría sirios y afganos, de religión y cultura musulmana? Para un nacionalista centroeuropeo esto no es xenofobia. Hay otros países, dominados por el multiculturalismo y con mayor nivel económico, que pueden acogerlos. La multiculturalidad solo trae conflictos. El rechazo a este tipo de inmigración no sería xenofobia sino un servicio a la civilización europea.

¿Qué civilización europea? A no ser que entendamos por Europa la suma de los nacionalismos, aunque no revistan las formas agresivas del pasado. Desde el punto de vista de la exaltación de la Historia, propia de todo nacionalismo, el comunismo era la negación de la nación, aunque algunos comunistas húngaros supieron mantener a duras penas una cierta independencia nacional. La globalización, otra uniformidad sin alma como el comunismo, va ahora contra la nación. ¿Cuál es, entonces, el modelo del pasado? Seguramente el poco más de medio siglo de imperio austro-húngaro, bajo la monarquía dual, que dio a Hungría una relevancia internacional que no había tenido desde la dominación otomana, a la que sin duda se asociará con la inmigración ilegal de musulmanes. Ese brillante período se terminó el 4 de junio de 1920, con el tratado de Trianon, en el que Hungría perdió las dos terceras partes de su territorio, y que, dentro de las actuales coordenadas de la política húngara, tendrá que ser especialmente recordado en su próximo centenario, si bien el tiempo de las reivindicaciones territoriales, como las del período de entreguerras, queda atrás.

En la Hungría de Orban ha triunfado el nacionalismo, y todo nacionalismo suele conllevar un proceso de concentración del poder. Desde esa lógica asistiremos en un futuro próximo a reformas de la Constitución, de la ley electoral y de la legislación sobre los gobiernos locales y los tribunales. Un parlamento de 133 diputados de Fidesz, de un total de 199 escaños, permitirá al vencedor de las elecciones acometer este tipo de cambios que consolidarán en el poder a su partido. Una de las características de la democracia representativa es la alternancia, pero en Hungría esa posibilidad es, hoy por hoy, remota. Habrá que buscar algún calificativo para la democracia húngara, en unas elecciones con una participación superior al 70%, pero este adjetivo no será el de liberal.

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