Dorothy Day, el sabueso del cielo

Cultura · Ivo Paiusco
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18 diciembre 2020
Hace cuarenta años (el 29 de noviembre de 1980) se iba, a los 83 años de edad, Dorothy Day. Esta mujer fue una de las presencias más significativas de la vida social y cultural, y seguramente también eclesial, norteamericana en el siglo pasado. Day supo conjugar –pagando por ello– un activismo radical en favor de los pobres con un activismo similar, siendo plenamente fiel al seguimiento de la Iglesia católica. Pagando por ello, porque el precio de esta pertenencia le supuso, por un lado, renunciar a una apasionada relación sentimental que le regaló a su única hija Tamar, y por otro, la experiencia de acabar en las cárceles norteamericanas hasta nueve veces entre los años 1917 y 1973.

Hace cuarenta años (el 29 de noviembre de 1980) se iba, a los 83 años de edad, Dorothy Day. Esta mujer fue una de las presencias más significativas de la vida social y cultural, y seguramente también eclesial, norteamericana en el siglo pasado. Day supo conjugar –pagando por ello– un activismo radical en favor de los pobres con un activismo similar, siendo plenamente fiel al seguimiento de la Iglesia católica. Pagando por ello, porque el precio de esta pertenencia le supuso, por un lado, renunciar a una apasionada relación sentimental que le regaló a su única hija Tamar, y por otro, la experiencia de acabar en las cárceles norteamericanas hasta nueve veces entre los años 1917 y 1973.

Aunque su vida se distinguió, según sus propias palabras, por “una larga soledad”, entendiendo por ello tanto una dolorosa ruptura en su ferviente relación afectiva, no correspondida a nivel espiritual, como una combativa relación con Dios, especialmente en su época juvenil, llegando hasta su conversión a la fe católica en 1927. Su vida adulta fue el cumplimiento de una clara y deliberada elección vocacional, respondiendo a una llamada a la que sentía la necesidad de responder por lealtad y reconocimiento.

En aquellos años, coincidiendo con la primera guerra mundial, tuvo una amistad muy significativa para ella, en la que terminó reflejándose, con el dramaturgo de origen irlandés Eugene O’Neill, futuro Nobel de Literatura, un hombre inquieto y atormentado. Este último –recuerda Dorothy en su autobiografía– era capaz de cautivar a su grupo de amigos en un famoso bar de Manhattan llamado Hell Hole recitando de memoria el largo poema “The Hound of Heaven”, del poeta inglés de finales del XIX Francis Thompson.  Se traduce como “El sabueso del cielo” y este animal representaría a Dios, que no da tregua a Thompson intentando incesantemente conquistar su alma, a pesar de que él huye o intente olvidarse de él, o que se esconda. Mientras que para O’Neill parece que esta huida no se resuelve con una libre y definitiva aceptación de Dios, con gran pesar y preocupación para Dorothy Day, a quien le sucedió al contrario. Las señales del sabueso, que se le manifestaban mediante encuentros con personas humildes pero significativas, se le aparecían continuamente hasta que, después de muchas dudas y resistencias, de repente cedió. La última “emboscada” que Dios le lanzó fue el nacimiento de Tamar, a la que recibe como un inmenso don. Atraída ya por la Iglesia católica, a la que veía como la iglesia de los pobres, acudió primero para bautizar a su hija y luego ella misma pidió el bautismo y los demás sacramentos.

El activismo social y político que marcó su vida a partir de ahí, con la fundación del movimiento y el periódico del Catholic Worker, nunca sustituyeron su necesaria relación personal con Dios en su vida de oración. El rezo de los salmos, la lectura de los textos de los principales autores católicos, el rosario y la misa fueron una constante en su vida, a pesar del torbellino de relaciones y compromisos que le causaban la organización a la que dio vida junto a Peter Maurin. En los últimos años de su vida, Dorothy recibió en Nueva York la visita en persona de la madre Teresa de Calcuta, una santa que halló en la oración y en la adoración el motor de su caridad. Ya se habían conocido en Calcuta en 1970. Dorothy también gozaba de la estima de Pablo VI y en los años 60 conoció en Italia a Giorgio La Pira, Luigi Giussani y Lanza del Vasto. Consciente de las tendencias radicales de su juventud, en sus viajes se detuvo a rezar delante de la tumba de Marx en Londres y de Lenin en Moscú, así como en la de Dostoyevski. En Nueva York conoció a Trotski y recibió la visita de Maritain.

El faro inspirador de la acción de Dorothy, que transmitía incesantemente a sus amigos, era su referencia al capítulo 25 del Evangelio de Mateo, cuando se habla del juicio final. “Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me alojasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, preso y vinisteis a verme”. Las obras de misericordia son el sello de la acción de Dorothy Day.

A muchos que ya en vida la llamaban santa respondía: “¡No me llaméis santa!”. Prefería que la reconocieran como una buena periodista y ambicionaba una buena valoración de sus homeless por el café y los platos que les preparaba en la sede del Catholic Worker de Nueva York.

No se puede resumir en pocas líneas la riqueza de la fe y las obras que testimonió esta mujer, que en cierto modo supo recoger el testigo de la madre Cabrini, apóstola de los inmigrantes y reconocida “sierva de Dios”, a la espera del camino de la beatificación promovida en el año 2000 por la diócesis de Nueva York. Haciendo un inciso, el papa Francisco también le tributó un reconocimiento explícito en 2015 ante el Congreso norteamericano, como una de las personas que “han dado forma a los valores fundamentales que permanecerán siempre en el espíritu del pueblo norteamericano” (las otras figuras citadas por el Papa en aquella ocasión fueron Abraham Lincoln, Martin Luther King y el monje trapense Thomas Merton, gran amigo de Dorothy Day).

Seguramente alguien podría preguntarse hoy: “¿A quién habría votado Dorothy Day? ¿Trump o Biden?”. Pero creo que no habría votado. Creo que Dorothy Day nunca fue a votar, coherente con sus orígenes anarquistas y en perenne contestación con el Estado, hasta llegar al boicot fiscal por los gastos bélicos y su rechazo al reclutamiento obligatorio. Me gusta pensar que si alguna vez hubiera ido, habría anulado la papeleta escribiendo en ella “Deo Gratias”, que es lo que pone en su tumba en el Resurrection Cemetery, el cementerio católico de Staten Island.

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