Dónde renace una democracia efectiva

Cultura · Massimo Borghesi
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8 julio 2021
Varias causas han provocado una debilidad minimalista al modelo democrático. El primado del libre mercado ha vaciado del significado el ideal construido tras la Segunda Guerra Mundial.

En la era de la globalización de impulso financiero, regida por la potencia neocapitalista, la democracia ha dado en definirse con un rostro guerrero, como un elemento de contraposición. Un sujeto divisorio, por tanto. En este escenario, donde la economía domina la política, han encontrado terreno fértil los populismos y soberanismos. Sin embargo, la irrupción de la pandemia ha sacado a la luz unas grietas llamativas en el occidentalismo ideológico. Ya era evidente en la crisis de 2008. Ahora se abre el espacio para un replanteamiento más profundo. Allí donde se da la centralidad del binomio solidaridad-subsidiariedad puede abrirse un nuevo itinerario democrático, que desde Europa puede extenderse al resto del mundo.

El apogeo del modelo democrático, coincidente con el declive del comunismo en los años 1989-1991, plantea las premisas de la crisis del sistema democrático occidental. Esta es una de las paradojas que nos deja la era de la globalización, la época de la paz y la supremacía mundial del modelo americano.

Con el fin del imperio soviético se acaba la contraposición entre este y oeste, sur y norte, y los USA pueden celebrar más de una década de hegemonía planetaria sin igual, en manos del primado de la economía, no de la política. La fuerza de la democracia se vincula a la del sistema capitalista, que durante los años 80-90 cambió de naturaleza, haciéndose financiero y globalizado. La derogación de la ley Glass-Steagall, que establece la separación entre la actividad bancaria tradicional y el llamado investment banking, por parte del presidente Clinton y del Congreso de mayoría republicana en 1999, constituye un paso fundamental para la afirmación de un neocapitalismo agresivo ajeno a las reglas. La persuasión que lo sostiene se basa en la idea de que el liberalismo económico arrastre, por íntima necesidad, también al liberalismo político.

El libre mercado se concibe como el motor de la democratización del mundo, la expansión del capitalismo como el vector del American way of life, y el libro que establece, desde el punto de vista filosófico e ideológico, este primado de la economía en la era de la globalización es El fin de la historia y el último hombre de Francis Fukuyama en 1992.

Una década antes, Michael Novak publicó El espíritu del capitalismo democrático, la obra que marca el inicio de los católicos neocon, con su adhesión total al modelo capitalista, cuya fama llegará a su culmen durante la presidencia de Bush jr.

Desde Reagan en adelante, la concepción de la democracia norteamericana pierde fuerza en su significado político y simbólico, jugando sus cartas sobre el poder económico del sistema capitalista, capaz, con sus simples leyes económicas, de plegar al gigante soviético. De este modo, la victoria del modelo democrático en 1991 coincide con su vaciamiento ideal.

Una vez derrotado su enemigo, Occidente ya no necesita valores fuertes sino que, secundando el rostro libertario y hedonista del neocapitalismo, puede flotar en la espuma posmoderna del pensamiento “débil”, individual y relativista, según el cual la propia idea de verdad resulta sinónimo de totalitarismo e intolerancia. La democracia fuerte de los años de posguerra, basada en la relación entre la Ilustración moderna y los valores del personalismo cristiano, da paso a una democracia procedimental cuyo fin es secundar la multitud de reivindicaciones sectoriales y particulares, equiparándolas a derechos subjetivos.

La versión “guerrera” de la democracia

Esta concepción débil y minimalista de la democracia, que refleja fielmente las dinámicas del neocapitalismo, entra en crisis tras el ataque del 11 de septiembre a las Torres Gemelas de Nueva York. La filosofía relativista que acompaña la globalización de los 90 se muestra impotente ante la provocación islamista. El movimiento neocon/teocon, que acompaña la década de la administración Bush, ve en la guerra contra el Iraq de Saddam Hussein la ocasión de relanzar una idea fuerte de democracia como antítesis de su versión posmodernista. La guerra, como ya sucedió con Hegel y Carl Schmitt, se convierte en condición de posibilidad para el retorno a la política frente al primado de la economía. En la lucha contra el “eje del mal”, el Occidente “cristiano-americano” puede exportar al mundo su modelo democrático.

Democracia y guerra, frente a la idea de Fukuyama sobre el “fin de la historia” en la era de la globalización, establecen una alianza que, anticipada por la guerra de la ex-Yugoslavia, marcará la primera década del segundo milenio con secuelas y conflictos sangrientos. Se trata de una versión que contrasta profundamente con la dominante en la Europa del post-1945. Al salir de los escombros de la guerra, del odio provocado por las ideologías y regímenes totalitarios, la democracia se casó con la idea de la paz y la concordia entre los pueblos. Por el contrario, a principios del 2000, tenemos el modelo neocon, duro, conflictivo, guerrero. Uno de sus grandes intérpretes es el historiador italiano Ernesto Galli della Loggia, que en 2003, durante la segunda guerra del Golfo, escribe, criticando las culturas socialdemócratas y cristianas que guiaron la Europa de posguerra: “Alimentadas por la catástrofe histórica de los estados europeos –que por otro lado eran ideológicamente ajenos a su sentido–, esas culturas no tenían ni podían hacer nada ante la dimensión bélica, por lo que contribuyeron a reforzar aún más la condición mayoritaria del espíritu público europeo, que no quería ni oír hablar ya de ejércitos ni de armas, donde solo veía el símbolo de su propia ruina”. De este modo, según este autor, “fue tomando forma una diversidad respeto a los Estados Unidos que no podía ser más evidente. Mientras en ultramar permanecen una idea y un ejercicio fuertes de la soberanía estatal (la pena de muerte es su expresión más paradigmática), mientras allí guerra y democracia, lejos de ser consideradas opuestas, no solo se ven como perfectamente compatibles sino, en cierto sentido, incluso complementarias, aquí no hay nada de eso. Los europeos occidentales, que entonces huíamos horrorizados de la soberanía y de la guerra, ya solo somos capaces de concebir lo ‘político’ con una acepción débil, reducida sustancialmente por un lado a procedimientos y por otro a la esfera de los derechos (humanos, individuales y sociales). […] Y si todo vale, ¿por qué sorprenderse de que en la Europa actual de los derechos y de la paz Dios y su nombre se hayan vuelto impronunciables? ¿Es que en el proyecto de Constitución europea no pueden tener cabida, cuando en EE.UU dominan el discurso público? Todo vale, sí. Existe un vínculo ancestral, de orden psicocultural, profundísimo, entre la dimensión de la violencia y la de lo sagrado, entre la guerra y Dios, ‘el Dios de los ejércitos’, como no en vano lo definen reiteradamente los textos más antiguos de nuestra tradición religiosa”.

En la llamada a las armas de Galli della Loggia resuena la versión “guerrera” de la democracia que se contrapone a la versión pacifista y conciliadora del relativismo posmoderno. Una concepción destinada a naufragar ante el fracaso, trágico y sangriento, de la guerra iraquí. El mesianismo teocon, con su ideología política basada en la contraposición amigo-enemigo, vacía, aún más que el relativismo, los ideales universales y fraternos que guían el ideal democrático auténtico. Pero eso no afecta en lo más mínimo, por otro lado, al poder incontrolado del neocapitalismo, que por el contrario se reconoce con toda su fuerza y potencia expansiva. De tal modo, la orientación relativista de la democracia y de lo teocon se rinden ante el frente económico, concebido como la verdadera fuerza de Occidente. Una fuerza que, desde el colapso de Lehman Brothers en 2008, se ha puesto de manifiesto como el principal factor de disgregación del mundo.

La globalización une dividiendo, produce una uniformidad que suscita contraposiciones y contradicciones radicales. Europa, esclava hasta 2019 del modelo de Maastricht, marcada por el individualismo exasperado de sus estados miembros, llega hasta un límite que precede a la disolución. Populismo y soberanismo representan la reacción, la metástasis de una falsa globalización donde la prioridad de la economía sobre la política lleva, por necesidad interna, a la división del mundo.

La peste de nuestro tiempo

Respecto a estos procesos, de falsa unificación y de disolución, la pandemia, la peste de nuestro tiempo, supone un gran revés que obliga a un replanteamiento teórico y práctico del modelo ideológico occidental que se impone desde los años 80 del siglo pasado. La solidaridad europea que hemos visto tanto en el ámbito económico como en el sanitario representa un milagro difícil de pronosticar antes de 2020. La democracia halla un significado solidario como comunión entre los pueblos y estados que, tanto a la izquierda como a la derecha, se había perdido en la fase post-comunista. Este el recorrido trazado en la encíclica Fratelli tutti del papa Francisco, donde el “dogma de fe neoliberal” que ha dominado en las últimas décadas, se critica desde el primado democrático de la política y de la ética sobre la economía.

El mercado por sí solo no lo resuelve todo, aunque a veces nos quieran hacer creer este dogma de fe neoliberal. Se trata de un pensamiento pobre, repetitivo, que propone siempre las mismas recetas ante cualquier desafío que surja. El neoliberalismo se reproduce a sí mismo tal cual, recurriendo a la teoría mágica del “desbordamiento” o del “goteo” –sin nombrarla– como única vía para resolver los problemas sociales. No nos damos cuenta de que ese presunto desbordamiento no resuelve las desigualdades, que son fuente de nuevas formas de violencia que amenazan el tejido social. Por un lado es indispensable una política económica activa, orientada a “promover una economía que favorezca la diversificación productiva y la creatividad emprendedora” para que sea posible aumentar los puestos de trabajo en vez de reducirlos. La especulación financiera con el beneficio fácil como objetivo fundamental sigue causando estragos. Por otro lado, “sin formas internas de solidaridad y confianza mutua, el mercado no puede efectuar plenamente su función económica. Y actualmente esta confianza empieza a faltar”. El fin de la historia no ha sido tal, y las recetas dogmáticas de la teoría económica imperante han demostrado no ser infalibles. La fragilidad de los sistemas mundiales ante la pandemia ha puesto en evidencia que no todo se resuelve con la libertad de mercado y que, además de rehabilitar una política sana no sometida al dictado financiero, “debemos devolver la dignidad humana al centro, y sobre este pilar construir las estructuras sociales alternativas que necesitamos”.

La democracia implica el primado de la política sobre la economía y a la vez la recuperación del concepto de “bien común”. El no bien común representa un punto de equilibrio estático sino una noción dinámica, antinómica, que une los polos sin anularlos. Por eso, una democracia efectiva surge de la tensión unitiva entre subsidiariedad y solidaridad. Al contrario, después de 1989, la versión meramente liberal de la economía ha favorecido, de manera unilateral, a la subsidiariedad frente a la solidaridad. Una subsidiariedad nominal porque el universo de la sociedad civil ha sido derrocado en favor del capital privado y sus intereses. Como observaba un estudioso del pensamiento social de Juan Pablo II, John Sniegocki, refiriéndose críticamente al capitalismo católico de los teocon, “en nombre de la libertad, los neoconservadores se oponen a los derechos económicos, tratan de minimizar el papel del Estado en la vida económica (excepto en caso de proteger la prosperidad, los contratos, etc) y se oponen a muchas medidas de redistribución de la riqueza. Todos los valores igualadores fuertes, afirman, son ‘incompatibles con la libertad’. Como muchos observadores han señalado, la teoría económica que defienden los neoconservadores (representada por economistas como Ludwig von Mises o Friedrich von Hayek) hunde sus raíces en un individualismo metodológicamente muy fuerte. […] Contrastando con el énfasis neoconservador sobre la ‘libertad’, el papa Juan Pablo II subraya especialmente la virtud de la ‘solidaridad’, que establece el primado en la satisfacción de las necesidades básicas de todos. […] El papa Juan Pablo II valora claramente la libertad, como los neoconservadores, pero fundamenta su idea de libertad sobre una comprensión altamente comunitaria de la persona humana que ve como un ejercicio más pleno de la libertad la preocupación activa por los marginados”.

En el binomio entre subsidiariedad y solidaridad, sociedad y Estado, iniciativas personales y dimensión universal, la democracia renace. La “forma” de la democracia tiende a reflejar su propio tiempo, sus exigencias dominantes. En periodos de tranquilidad y bienestar, se vacía en el cómodo relativismo de los intereses individuales. En tiempos de guerra se reviste de armaduras y ambiciones hegemónicas. Las auténticas crisis, esas en que todos tienen necesidad de todo, favorecen por el contrario procesos de cooperación solidaria. Es lo que pasó en la Europa de la reconstrucción de posguerra, cuando libertad y solidaridad parecían valores inseparables. Es lo que está pasando hoy tras la ola de una pandemia que sigue cosechando víctimas. Una solidaridad europea que debe extenderse a los países del mundo imposibilitados para dotarse de los recursos necesarios para combatir al enemigo invisible.

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