Dios en la habitación. Quincy Jones, I.M.

Cultura · Luis Ruíz del Árbol
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19 noviembre 2024
Dios entra en la habitación cuando abres una rendija para que se cuele la mirada de otro; y sale de ella en el mismo momento en que decides colocar tu propia mirada sobre ti mismo como criterio definitivo de juicio.

Siempre digo que hay que dejar espacio para que Dios entre en la habitación, y vaya si lo hizo.” Así se explicaba el músico, compositor y productor musical Quincy Jones (1933-2024) cuando le preguntaban acerca de su intensa relación artística con Michael Jackson, para el cual produjo los tres discos cumbre de su carrera: Off The Wall (1979), Thriller (1982) y Bad (1987). Sin temor a caer en la exageración, los ocho años que duró su vida profesional en común, fueron los más creativos, los más disruptivamente influyentes, de las largas y exitosas carreras de ambos, y constituyeron un hito fundamental en la configuración de la cultura popular estadounidense y occidental contemporáneas. Tras su dramática ruptura en 1987, tras el lanzamiento de Bad, ninguno de los dos volvería a brillar igual.

¿Cómo logró entrar Dios en la habitación? Michael Jackson era el más pequeño de los míticos The Jackson 5, una boy band del universo Motown, de gran éxito en el final de los 1960 y los primeros 1970, formada por cinco hermanos afroamericanos, y dirigida por su despótico progenitor, Joseph Jackson, que los tenía sometidos a una férrea disciplina, que a menudo aplicaba a base de golpes y otros castigos. Michael, el más pequeño de los hermanos, dotado de una voz angelical y un atractivo aurea de inocencia, pronto se convirtió en el solista de la banda, y conforme fue ganando experiencia empezó a compatibilizar su pertenencia a la banda con el intento de lanzar una carrera en solitario. Sin embargo, llegado el final de la década de 1970, a pesar de contar con un puñado de éxitos pop bajo el brazo, se barruntaba que el destino de Michael sería el de una eterna promesa más del montón, sin que nada hiciera presagiar lo que sucedería más adelante.

Quincy Jones, niño prodigio del jazz, desde muy joven trabajó tocando distintos instrumentos, como arreglista y compositor de muchos de los grandes mitos de los años 1950: Lionel Hampton, Dizzy Gillespie, Count Basie, Sarah Vaughan… y se codeó con figuras de la talla de Miles Davis, Charlie Parker, Billie Holliday o Thelonious Monk. Estudió en Paris con el gran Olivier Messiaen, y ya en los 1960 se inició en la composición de bandas sonoras para películas y series de televisión, así como en la producción de grabaciones de álbumes de jazz hoy míticos, algunos de ellos en su momento muy experimentales. Sin embargo, llegado el final de la década de 1970, Quincy Jones, a pesar de su merecido prestigio, se sentía estancado, sin más expectativas que las de seguir trabajando a destajo en una industria en la que su condición de afroamericano le llevaba a tener que demostrar su valía en cada proyecto, como partiendo siempre de cero.

Los caminos de Quincy Jones y Michael Jackson, que parecían no llegar a ninguna parte o no terminar de arrancar, se cruzaron fortuitamente durante el rodaje de una película musical, The Wizard (Sidney Lumet, 1979), en la que Quincy trabajada como compositor de su banda sonora, y Michael interpretaba uno de los papeles protagonistas. Quincy Jones se quedó prendado del joven músico, de su disciplina de trabajo y su humildad para aceptar correcciones, y vio en él un gran potencial oculto bajo la superficial fachada de guapo cantante de pop melódico en la que se le estaba encasillando. “Evidentemente, yo estaba al tanto de sus días en los The Jackson 5, pero me interesaba ayudarle a romper con aquel antiguo personaje en el que estaba encerrado. Quería empujarle más allá de la música dance y ver hasta dónde podía estirar su musicalidad. (…) Más que nada, quería ayudarle en su desarrollo artístico y hacerle buscar dentro de sí mismo, sin limitaciones sobre hasta dónde podía llegar musicalmente. Tenía talento y motivación de sobras. Hacía los deberes. Solo necesitaba algo de guía. Evalué su creatividad desde todos los ángulos y apliqué todo lo que había aprendido con los años para ayudarle a crecer como artista, como bajar los tonos una tercera menor para darle flexibilidad y un rango más maduro en sus registros más altos y más bajos. Jugué con cambios de tempo. Quería hacer un álbum pop que mezclara elementos de R&B, ritmos disco, arreglos de primera y, por supuesto, sus voces.”

Michael Jackson se enfrentó a cara de perro con los dueños de su sello discográfico, Epic Records, para que aceptaran que Quincy Jones produjera su nuevo LP. Michael intuía en Quincy una especie de figura paterna de sustitución, que podía llevarle de la mano a romper los estereotipos del género Motown en los que se sentía aprisionado y, sobre todo, a liberarle de la siniestra sombra opresiva del patriarca de los Jackson. Los directivos del sello se negaron en redondo, porque consideraban que el perfil de Jones era demasiado “intelectual” para el tipo de producto que pensaban encarnaba Michael Jackson. Sin embargo, ante la machacona insistencia del chaval, decidieron darle una oportunidad.

Y a través de esa pequeña rendija Dios entró en la habitación. Toda la sabiduría musical atesorada por Quincy Jones durante sus casi treinta años de carrera por fin encontró un terreno fértil dónde florecer. Michael Jackson, tímido e inseguro, encontró en Jones a alguien que validaba y relanzaba a lugares insospechados las intuiciones musicales y estéticas que tenía bloqueadas, y que sabía valorar las inmensas posibilidades emocionales de su voz. Off The Wall (1979), su primer LP conjunto, fue un inesperado éxito de ventas, que rompió todas las imágenes y prejuicios que la industria y el público tenían sobre ambos: Jones, el “cultureta”, pariendo un disco pop comercial; Jackson, el efebo almibarado, protagonizando un extraño e hipnótico álbum funk-soul-disco con una inusitada dignidad artística y cultural. La fantástica acogida comercial y crítica del álbum supuso una potente inyección de autoestima para Michael Jackson, que se vio entonces con fuerza suficiente para despedir a su tiránico padre como manager.

Si Off The Wall fue un deslumbrante fogonazo, Thriller (1982), su siguiente álbum juntos, fue una auténtica explosión nuclear. Jones y Jackson no solo crearon un “álbum concepto”, es decir, no una mera acumulación de canciones, sino que muy intencionadamente trataron de llevar su música a una nueva dimensión. Su decisión por la ruptura de géneros, introduciendo elementos de hard rock o funk puro y duro sobre una base R&B y soul más convencionales, globalizó la música “negra”, sacándola de su marco natural del blaxploitation y haciéndola accesible a las nuevas clases medias blancas urbanas. Pero Jones fue mucho más allá: decidió incorporar al concepto musical el visual, y no escatimó en medios para producir el primer videoclip moderno. Thriller, dirigido por John Landis, el mítico director de The Blues Brothers (1980), se concibió como un corto de 14 minutos, y en un deliberado ejercicio de hibridación y nostalgia, dio el pistoletazo de salida al revival del cine de género hollywoodiense de la década de 1980.

Thriller se convirtió en el disco más vendido de la historia, y convirtió a Michael Jackson en el icono de su época. Artísticamente había tocado techo, o eso al menos parecía. Tras un disco tan redondo, ¿qué más podía aportar el tándem Jones-Jackson? La respuesta tardó cinco años en gestarse: Bad (1987), un álbum que ahondaba en los hallazgos de Thriller, pero ahora introduciendo sintetizadores y nuevos efectos de sonido digitales. Quincy Jones empujó a Michael Jackson a involucrarse más a fondo en la escritura de las canciones, en la elección de los temas (la discriminación racial o la paz mundial, asuntos que le obsesionaban) o en decisiones de producción. El resultado fue un disco más oscuro y agresivo, más “difícil” que sus dos álbumes anteriores, y esa decisión artística hizo que se resintiera el número de ventas. Aunque Bad está plagado de grandes canciones, y videoclips como Smooth Criminal están a la altura de los de Thriller, su impacto mediático (que no crítico) fue sensiblemente menor. Ese mismo año, la banda californiana Guns & Roses publicó su mítica opera prima Appetite for Destruction, que dejó bien claro cuál era el nuevo sentido del viento cultural del momento.

Michael Jackson evaluó rápidamente la situación: era el momento de matar al padre una segunda vez. A su entender, ya había tomado de Quincy Jones todo lo que pensaba que le podía aportar, y veía su presencia como un lastre para evolucionar hacia donde él creía que se dirigía la cresta de la ola comercial: un synthpop más melódico. Deshaciéndose de su factótum, podría tener vía libre para poder expresar sin límites su más honda sensibilidad, sin las ataduras de una ortodoxia compositiva que, a finales de los 1980, parecía una antigualla. El resultado, cuatro años más tarde, fue Dangerous (1991): un conjunto deslavazado de baladas pop y música dance de moda. Aunque el álbum contenía buenas piezas (la mítica Black & White, por ejemplo) y se vendió bien, se podía entrever que Jackson había iniciado un camino de autorreferencialidad que, mediante el énfasis de sus sentimientos, hacía aflorar ahora una sensibilería mantenida hasta entonces a raya por el “rigorismo” de Jones. Su música, como antes de 1979, se había convertido de nuevo en un producto comercial más.

Y Dios, silenciosamente, salió de la habitación. “Llevo 57 años en el negocio y lo he visto una y otra vez. Todo se trata de la confianza en un poder superior; de creer en la divinidad. Es sobre la causa y la manifestación. Porque siendo el trabajo de Dios, nuestro trabajo claramente es la manifestación. En el momento en que el éxito te lleva a decir, «Lo he recibido de mí, Dios» (…) Dios saldrá de la habitación.” Quincy Jones, a pesar de que siguió cosechando grandes éxitos, nunca se repuso del todo del trauma de su ruptura con Michael Jackson, y siempre que le preguntaban por su antiguo pupilo le cubría el rostro una sombra de resentimiento. Por su parte, Jackson no consiguió volver nunca al nivel de sus discos con Jones: el resto de su vida, hasta su prematura muerte en 2009, fue un deslizamiento gradual en la caricatura, trágicamente genial, del personaje y la voz que construyó entre los años que pasaron entre Off The Wall y Bad.

 

Luis Ruíz del Árbol es autor del libro «Lo que todavía vive»


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