¿Dimitimos?
Los “quitters”, los dimisionarios, argumentan que se sienten vaciados emocionalmente, “quemados” a causa de la exigencia de sus trabajos. Durante el confinamiento han descubierto placeres tan sencillos como cocinar en casa, disfrutar de más tiempo libre, o estar más tiempo con sus seres queridos y con sus vecinos. Afirman que el mito de que el bienestar material da la felicidad no es del todo cierto, y que en cuanto lo logran uno sigue estando insatisfecho. Y entonces deciden renunciar a esos trabajos exigentes y a esas ascendentes carreras profesionales para vivir mejor con menos salario.
Es como si la pandemia hubiera madurado un descontento que ya habían apuntado algunos de los votantes de Trump. Michael Sandel lo ha definido como una “crisis de reconocimiento”, fruto de dos maneras distintas de concebir el bien común. En la primera, la que podríamos llamar consumista, el bien común se logra cuando maximizamos nuestro bienestar como consumidores y generamos mayor crecimiento económico, de donde se deduce que quien gana más dinero es quien más contribuye y por tanto quien merece más reconocimiento. En la segunda, la concepción cívica, el bien común pasaría por una reflexión crítica y conjunta sobre nuestras preferencias que nos permitiera disfrutar de unas vidas más dignas. El valor de lo que aportamos con nuestro trabajo debería depender más bien de la importancia moral y cívica de los fines a los que sirven nuestros esfuerzos. Todos los trabajadores tienen el derecho de ser considerados participantes activos en la vida de la sociedad y deben ser reconocidos por ello con independencia de lo que produzcan.
Trabajo y reconocimiento son las palabras que con más insistencia aparecen en el debate público contemporáneo. El miedo al futuro que nos traerán los cambios en nuestros trabajos y la amenaza de perder la identidad propia en estas sociedades multiculturales afloran en casi todas las conversaciones públicas y privadas. En política, en economía, en educación, en las relaciones personales. Y generalmente con idénticas reacciones: miedo, queja, repliegue o nostalgia.
Y es que empezamos a ver algunas de las consecuencias antropológicas del periodo pandémico. Una de ellas pasa por reconsiderar el significado adecuado del trabajo y su valoración personal y social. Cumplimos este año el centenario de uno de los poemas más renombrados de la historia de la literatura: La tierra baldía de T.S. Eliot. En la Sección I se nos muestra de manera muy visual (como luego recuperó Fritz Lang en la película Metrópolis) el desarraigo de esa multitud de empleados de cuello blanco que atravesaban cada mañana el puente de Londres para ir a trabajar a la City “y cada cual llevaba los ojos fijos en sus pies”. Más tarde, en Los coros de la piedra escribía: “El destino del hombre es trabajo incesante/u ociosidad incesante, lo cual es todavía más duro”.
Bajo esa perspectiva, uno no puede por menos que simpatizar con esos quitters que desean desempeñar un mejor trabajo, más dotado de significado y, por tanto, con un mayor reconocimiento familiar y social incluso cuando eso signifique ganar menos salario. Hay que reconocer su valentía contra corriente frente al imperante individualismo consumista. Pero me temo que el problema no se resuelve totalmente con la dimisión. El esfuerzo por vivir con sentido vuelve a aparecer al abrir los ojos cada mañana, tengas o no tengas que coger el metro para ir a trabajar, o sea cual sea tu estado financiero. De eso no estamos libres ninguno por muy garantizada que tengamos nuestra existencia. La amenaza que sobre el trabajo supone el desarrollo de la robótica y la inteligencia artificial, la reducción de la jornada semanal a cuatro días, o el relevante debate sobre la renta mínima universal vuelve a poner sobre la mesa la cuestión sobre si elegiríamos seguir trabajando si se nos garantizara una remuneración suficiente. Algunos sueñan con idear sistemas perfectos en los que todo nuestro tiempo podría ser puro ocio, lo cual, si lo pensamos bien, y como decía Eliot,“es todavía más duro”.
Aún me hace esbozar una sonrisa recordar el gesto de terror de los miembros del equipo de una conocida alcaldesa levantina que, muy enfadada por no haber conseguido alcanzar los objetivos en una importante reunión en Madrid, amenazaba solemnemente con dimitir de su cargo si no se aceptaban sus condiciones, y que al volverse hacia los suyos les invitaba diciendo “porque dimitimos todos, ¿verdad?”. Lo he pensado muchas veces, pero si hubiera estado allí me hubiera gustado contestarle con aplomo: “ya me gustaría, Alcaldesa, ya me gustaría”.