Campa ha sido superado

Diez años en paro: un reto cultural

Mundo · Fernando de Haro
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12 enero 2010
Campa se ha quedado corto. Campa, el secretario de Estado de Economía, avisaba la semana pasada de que España iba a tardar cinco años en recuperar el nivel de empleo de 2010. Pedíamos atención a los pronósticos de Campa. Ahora sabemos por qué dijo lo que dijo. Campa ha sido superado por Laborda. Ángel Laborda, jefe del servicio de estudios de Funcas (Fundación de las Cajas de Ahorro), forma parte del selecto club de economistas que tienen más prestigio, es de esos cinco o seis que nadie cuestiona. Sigue desde hace años, al pie del cañón, todos los indicadores y es un hombre independiente. No hay nadie infalible pero Laborda suele equivocarse poco. Y Laborda ha dicho que hacen falta diez años para volver al nivel de empleo de 2007.

Tenemos por delante, en España, nuestra particular y dolorosa Gran Depresión del empleo en la próxima década. No hay sectores que puedan absorber la oferta de mano de obra que estaba empleada en la construcción, un sector que ha adelantado las inversiones que podía haber hecho en la próxima década y que ha saturado el mercado. En el origen de las crisis, enseñaban Schumpeter y Keynes, siempre hay un exceso de inversión. Gabriel Tortella, historiador de la Economía, ha recogido en un  reciente libro las últimas investigaciones sobre los errores cometidos tras la crisis del 29. Se titula Para comprender la crisis (Gañir Editorial, 2009) y es de fácil lectura.  Fueron esos errores los que prolongaron la Gran Depresión. Paul Johnson ya sostuvo que no fue el New Deal de Roosevelt el que sacó a Estados Unidos del hoyo sino el que lo profundizó. Tortella, que no es precisamente un liberal ni rabioso ni siquiera moderado, da por buena la explicación de que la crisis de los años 30 se prolongó porque en Estados Unidos los precios bajaron pero los salarios no se ajustaron. Luego estaba el patrón oro para poner las cosas más difíciles. Pero dice Tortella que a Estados Unidos, donde la presión de los sindicatos era muy fuerte, le faltó la flexibilidad social que sí tuvo Alemania para adaptarse. 

Sería un anacronismo identificar la Gran Depresión de los años 30 con la década que tenemos por delante. Pero sí se han producido en España en los últimos días reacciones que apuntan a una falta de flexibilidad social. Detrás de ella hay una mentalidad, por eso el cambio tendrá que ser antes cultural que económico. El Gobierno ha hecho tímidos anuncios de que va a realizar una reforma laboral. Campa renuncia a la propuesta del contrato único, que supondría rebajar el despido de los indefinidos. Y, aun así,  suscita rechazo. Rajoy se atreve, por fin, a apostar por una rebaja del despido y se arma la marimorena. Según una encuesta de Funcas presentada por Ángel Laborda, casi un 60 por ciento de los encuestados está convencido de que España se mueve por el camino equivocado, pero siete de cada diez rechazan abaratar el despido. Las conclusiones coinciden con una encuesta de El Mundo: 65 por ciento de rechazo. ¿Defensa de unos derechos conquistados o resistencia al cambio? Según los datos del INEM, en diciembre de 2009 se firmaban 93 contratos temporales, con indemnización cero por despido, por cada siete fijos. En los dos últimos años la contratación indefinida ha caído un 40 por ciento. Ocho millones de trabajadores cobrarían entre 45 días y 33 días por cada año trabajado al ser despedidos, y entre seis y ocho millones de trabajadores, nada. La tasa de empleo juvenil de los menores de 25 años supera el 43 por ciento. Tampoco ellos tienen indemnización por despido.

Cinco, seis o más años con altas tasas de paro exigen un cambio cultural. El estudio de Funcas ha puesto de manifiesto que la remuneración de los asalariados públicos representa un 10,8 por ciento del PIB, ha aumentado un 27 por ciento desde 2000. Uno de cada cuatro euros del gasto de las Administraciones Públicas va destinado a pagar a los empleados públicos. En este contexto es fácil que se piense que el empleo es cuestión del Estado y que se puede conseguir como se consigue una renta vitalicia sin tener en cuenta la productividad.

El cambio cultural no supone, en todo caso, absolutizar el valor que tiene el mercado como mano invisible que pone las cosas en su sitio. La ideología del mercado no es cultura. Cultura es una comprensión del trabajo como vocación, que es más que un empleo, es respuesta sistemática a las necesidades. Las necesidades propias, las de un barrio, las de un pueblo, la de un país. Cultura es inteligencia, afecto, razón empeñada para resolver esas necesidades. La cultura de la laboriosidad nunca es hija de los discursos morales que hablan mucho de la capacidad de sacrificio y atienden poco a los retos del desarrollo. Surge cuando uno comprende la tarea que tiene entre manos como un modo de no censurar el deseo de Infinito que le late en corazón. Cultura no es concebir las empresas como máquinas de generar beneficios a cortos, sino como obras sostenibles, que te permiten hacer con otros y para otros. Como los hospitales medievales o como las empresas de la Renania de postguerra. Cultura es, en fin, una forma de hacer política como la de Schuman, capaz de construir la paz a través del carbón y el acero, siempre a través de lo concreto, en una Europa destrozada por las guerras. Ésta es la cultura que reclaman diez años de paro.

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