Editorial

Diez años de una crisis (de confianza)

Editorial · Fernando de Haro
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16 septiembre 2018
Diez años de la quiebra de Lehman Brothers, diez años de estallido de la crisis que cambió definitivamente nuestras vidas. ¿Cuándo se equivocaron las autoridades estadounidenses? ¿Se equivocaron cuando dejaron quebrar a Lehman y no lo rescataron como habían hecho antes con Bear Stearns y harían luego con JP Morgan? ¿Se equivocó George Bush y su equipo al corregir su credo liberal y adoptar una intervención no vista hasta el momento? La discusión no se ha terminado todavía. Se cometió una injusticia porque se utilizó el dinero de todos para rescatar bancos quebrados por la codicia de algunos. ¿Era necesario asumir una gran injusticia, el riesgo moral de acciones canallas (el “envasado” de hipotecas basura), para salvar el bien de todos?

Diez años de la quiebra de Lehman Brothers, diez años de estallido de la crisis que cambió definitivamente nuestras vidas. ¿Cuándo se equivocaron las autoridades estadounidenses? ¿Se equivocaron cuando dejaron quebrar a Lehman y no lo rescataron como habían hecho antes con Bear Stearns y harían luego con JP Morgan? ¿Se equivocó George Bush y su equipo al corregir su credo liberal y adoptar una intervención no vista hasta el momento? La discusión no se ha terminado todavía. Se cometió una injusticia porque se utilizó el dinero de todos para rescatar bancos quebrados por la codicia de algunos. ¿Era necesario asumir una gran injusticia, el riesgo moral de acciones canallas (el “envasado” de hipotecas basura), para salvar el bien de todos?

Las preguntas persisten, pero al menos, una década después, hay algunas respuestas. No podemos seguir diciendo con la alegría de los años 90 aquello de que es necesario “menos Estado y más sociedad”. Sobre todo si más sociedad se entiende como más mercado. Difícilmente la burbuja hubiera crecido tanto sin la desregulación del sistema financiero. No le hubiera sido tan fácil a las finanzas de la codicia convertir, a través de la titulización, deudas fallidas en productos de inversión aparentemente convenientes y rentables. No se distinguían de los que estaban relacionados con la economía productiva. El sistema financiero inventó herramientas diabólicas para multiplicar un fraude que las instituciones públicas debían haber detectado y prohibido. Pero la soberanía de los supervisores había desaparecido en un mercado global. Todo ello mientras se teorizaba sobre las falsas virtudes liberales, esas que, por arte de magia, convierten el egoísmo privado en un bien público. Tras la caída de Lehman descubrimos que no había mercados perfectos, capaces de autorregularse y de proporcionarnos una transparencia que nos haga libres. Dejado a su inercia, el mercado es víctima de la codicia y se olvida de que las finanzas deben estar al servicio de la economía real, del trabajo de la gente.

La crisis de hace diez años no fue como la del 29 porque hubo una intervención decidida del Estado a través de la Reserva Federal y del Banco Central Europeo (este último lo hizo tarde porque hasta la llegada de Draghi los europeos estuvimos atenazados por el tabú antiinflacionista de los alemanes). Afortunadamente al frente de la Reserva Federal estaba entonces Bernanke que había estudiado los errores cometidos en el 29 y apostó desde el principio por una política monetaria expansiva de tipos de interés negativos y de compra de activos. Toda la munición disponible y más, inventando nuevos instrumentos, para meter mucha liquidez en el sistema. Era necesario que corriera el dinero. La solución no llegó a Europa hasta que en 2015 el BCE no puso en marcha nuestro programa de Quantitative Easing. Diez años después de esta política de dinero barato estamos experimentado la resaca de tanta expansión monetaria. Desde que Estados Unidos empezó a retirar los estímulos y dejó atrás la política de tipos ultrabajos, los países emergentes han empezado a notarlo. No sabemos lo que pasará en Europa. La guerra comercial, la transición digital y la subida del precio del petróleo plantea nuevas incógnitas.

En cualquier caso, ahora sabemos que bien a través de la supervisión de un gobierno económico, que no acaba de llegar para Europa, o de la intervención en la política monetaria no puede haber más sociedad si no hay un Estado fuerte (que no invasivo), si no hay mejor Estado. Un Estado para la sociedad. El drama, el problema, como bien señaló Bauman y han apuntado muchos otros, es que el tiempo de Westfalia se fue para no volver. El Estado del Bienestar, el Estado supervisor, que parecía tan posible y tan potente tras la II Guerra Mundial, ha desaparecido. El Estado ha sido expropiado de su antiguo poder del que se han apropiado fuerzas supraestatales, flujos globales que escapan de todo control político. Es necesario construir el “Gobierno de Europa” (que no tenemos) y sería muy conveniente construir un “Gobierno del mundo” (hacia eso se encaminaba el G20, aunque ahora el proyecto es imposible con los nacionalismos de Trump, de Putin y de Xi Ping). Pero todo Gobierno del siglo XXI tendrá que hacer las cuentas con la “descomposición de la soberanía”, una descomposición que nos deja a la intemperie de nuevas burbujas (el sistema financiero sigue sin supervisiones adecuadas). Frente a esa situación no hay más respuesta que la educación. Una educación que nos haga comprender que ningún producto financiero, en condiciones normales, tiene una rentabilidad del 10 por ciento. El dinero no se regala, el dinero sano es trabajo, economía productiva.

No había más remedio que evitar quiebras como la de Lehman. Fue necesario rescatar parte del sistema financiero estadounidense, rescatar a Portugal, a Grecia, a Irlanda, a las cajas de ahorro españolas… no hubo más remedio que rescatar muchas cosas. Se podría haber hecho de otro modo. La crisis destruyó un sistema social más igualitario, pero sobre todo destruyó la confianza: puso al descubierto que el mercado y el Estado están desnudos. Ni el mercado es libre, ni el Estado es soberano. ¿Qué nos queda? La construcción de unas relaciones donde la confianza pueda recuperarse.

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