Días de prosperidad
Este verano conocí a L. en Campo de San Pedro, un pequeño pueblo, de apenas 250 habitantes censados, situado al norte de la provincia de Segovia, de donde proviene la familia materna de mi mujer. Campo de San Pedro es la típica población de la España vacía muy envejecida; y los pocos jóvenes que allí viven trabajan en la agricultura (cereales, sobre todo), ganadería (granjas de ovejas y cerdos) y labores asociadas. Los empleos menos cualificados y duros los ocupan todos ellos extranjeros. Durante nuestra estancia en el pueblo, necesité de alguien que me echara una mano para segar, desbrozar y arreglar la parcela en la que se halla la casa; me costó mucho encontrarlo, hasta que finalmente un familiar de mi mujer me recomendó que llamara a L. Estuvimos trabajando juntos mano a mano un par de días, durante los cuales nos dio tiempo para conocernos y hablar largo y tendido sobre nuestras respectivas familias, trabajos y proyectos.
L., de apenas 30 años de edad, me contó que él, su mujer y sus cuatro hijos pequeños vienen de Mendoza, Argentina; que él trabajaba allí de soldador-alicatador; que decidieron emigrar a España porque en su país, aunque la pareja tenía trabajo estable y ganaban lo justo para tirar adelante, no veían que pudieran ofrecer a sus hijos un futuro mejor; que vinieron aquí porque familiares de su mujer, que emigraron hace ya muchos años, les contaron que en nuestro país había más seguridad y perspectivas de futuro; que llevaban dos años en España y aún les quedaba otro año más para poder obtener la residencia legal; que, cuando la obtuvieran, se irían a Valencia, porque allí ambos podrían trabajar de lo suyo y dar una mejor educación y relaciones sociales a sus hijos; y que, mientras tanto, un empresario local les había dado trabajo en su granja de cerdos y les permitía vivir en precario en una casita que tenía vacía en el pueblo.
La historia de L., tan parecida, casi calcada, a la de mayoría de inmigrantes que he conocido en los últimos años, no es tan distinta de la de mi suegra. La madre de mi mujer, como tantos centenares de miles de españoles, dejaron sus pueblos a lo largo de la década de 1960 para emigrar al extranjero o a las grandes ciudades: Madrid, Barcelona, Bilbao, Valencia, Sevilla, Vigo, Burgos, Zaragoza… En el caso de mi suegra, no se fue a Madrid porque no tuviera la posibilidad de obtener trabajo o careciera de medios económicos más que suficientes para llevar una vida estable y cómoda en el pueblo. No. Al igual que L., si decidió emigrar e irse a trabajar y vivir a la capital, y fue en ello la pionera de su familia (luego seguirían su ejemplo algunos de sus hermanos), fue en busca de un horizonte vital más amplio y rico, de una promesa de vida mejor, que no veía que su querido y amable pueblo le ofreciera.
Violeta Serrano, en su precioso libro Poder Migrante (Ariel, 2020), reproduce una conversación que tuvo en su pueblo de León con una trabajadora emigrante marroquí, similar a la que tuve yo con L.:
“—¿Qué me dices de los niños que vienen a España buscando un futuro mejor?
—Ah, sí, no sólo a España. Muchos de toda África llegan a Marruecos y ya se quedan ahí, no pasan. Se instalan buscándose la vida. Porque Marruecos ahora está mejor, hay trabajo… Los jóvenes pueden subsistir. Hace diez años no era así.
—Entonces, ¿por qué vienen?
—Porque ven cosas, creen que pueden tener un auto, una casa, ir bien vestidos, todo eso. Lo ven todo el tiempo y dicen «¿Por qué yo no?». Y vienen. Pero luego la realidad es otra.
—No es tan fácil, claro.
—No, España no es fácil, hija mía.”
A través de numerosas entrevistas y testimonios, Violeta Serrano expresa muy bien cómo el deseo opera como el motor que subyace a toda decisión de migrar; con independencia de que, luego, el choque con la cruda y dura realidad genere toda una serie de problemas, fundamentalmente psicológicos, que no es conveniente —ni justo— pasar por alto. Hoy en día, a la población urbanita post-COVID19, que tiene tan idealizado el concepto de “pueblo”, probablemente debido a que su relación con él es básicamente de naturaleza recreativa y vacacional, le cuesta entender que, al igual que sucede con los países origen de los movimientos migratorios, los pueblos españoles previos al desarrollismo de los 1960-1970 eran incapaces de ofrecer horizontes vitales atractivos, que pudieran competir con las promesas (reales o imaginadas) que ofrecían las grandes ciudades o los países más avanzados de nuestro entorno.
“¿Hay alguien que [no] ame la vida y desee días de prosperidad?”, proclama el bellísimo Salmo 33. Buena parte de la incomprensión de tantos de nuestros coetáneos acerca de los actuales fenómenos migratorios deriva del desconocimiento u olvido, por un lado, de la propia historia de las generaciones de nuestros padres y abuelos, y, por otro, del hecho de que, como tan bien indica Violeta Serrano, todos somos migrantes, en acto o en potencia, porque, en palabras de Zagajewski, “nadie es capaz de quedarse en el sitio donde se encuentra (…) como si se sospechara que existe «algo más»”; estamos todos subyugados por una promesa inagotable e inextirpable, que es el detonador de todo cambio cultural y transformación social a lo largo de la Historia.
Luis Ruíz del Árbol es autor del libro «Lo que todavía vive»
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