Diario de Siria 7

Mundo · Fernando de Haro, Wadi Nasarah
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19 junio 2017
A los pies de la cama de Aida hay una gran ventana que se abre sobre Wadi Nasarah, el Valle de los Cristianos. Dicen los que conocen bien Oriente Próximo que esta pequeña comarca es una de las más bonitas de la región. El valle se va elevando con un juego de verdes que desmienten la imagen de una Siria seca y desértica. Su nombre, Nasarah, lo toma de unas 30 aldeas y pueblos habitados en su mayoría por bautizados. A todo cristiano sirio que se precie se le ilumina la cara nombrándolos.

A los pies de la cama de Aida hay una gran ventana que se abre sobre Wadi Nasarah, el Valle de los Cristianos. Dicen los que conocen bien Oriente Próximo que esta pequeña comarca es una de las más bonitas de la región. El valle se va elevando con un juego de verdes que desmienten la imagen de una Siria seca y desértica. Su nombre, Nasarah, lo toma de unas 30 aldeas y pueblos habitados en su mayoría por bautizados. A todo cristiano sirio que se precie se le ilumina la cara nombrándolos.

Wadi Nasarah, a una hora en coche de Homs, y cercano a la frontera norte con el Líbano, ha servido como refugio para muchos de los cristianos sirios que huyeron de sus casas, especialmente de Homs, durante los últimos duros años de la guerra. El valle ha vivido con relativa tranquilidad los últimos tiempos. Con relatividad tranquilidad porque hay pueblos como el de Al Ashon, en el que buena parte de los edificios han quedado reducidos a escombros.

Al Ashon era el pueblo de Aida. Está en la parte alta del valle, la carretera principal que lo cruza es empinada. La última colina está ocupada por el Krac des Chevaliers, un formidable e inmenso castillo de la época de las cruzadas, sede de la Orden del Hospital de San Juan de Jerusalén. La piedra blanca y las sólidas y altas murallas producen la sensación de que es inexpugnable. El Gobierno hace sonar en su puerta música clásica. Pero nadie la escucha porque Ashon está casi desierto. Solo unos niños juegan cerca del lienzo este. La fortaleza fue usada por los yihadistas para realizar sus ataques.

Aida creció bajo el Castillo de los Caballeros y allí se casó con el que luego sería el párroco melquita (griego católico) del pueblo. “¿No te arrepientes de haberte casado con un cura?” –le pregunto–. Me responde con un la (no) rotundo y repetido. Se lo pregunto después de que me cuente el surgimiento de los últimos años. Al marido lo secuestraron los yihadistas cuando tomaron el pueblo. Lo secuestraron durante quince días en la iglesia que estaba a 20 metros de la casa familiar. Aida me cuenta cómo rezaba por él, teniéndole cerca pero sin poderlo ver. A los pies de la cama de Aida se ve buena parte del Valle de los Cristianos. Pero la casa en la que ahora vive Aida, con un huerto en el que las granadas empiezan a madurar, no es la suya. La familia se ha instalado a 20 kilómetros del castillo, en otra de las aldeas del valle. No se quiere ir más lejos, “porque –dice– nuestra vida como cristianos está aquí”. Tampoco se ha querido ir más lejos Majd, una joven dentista que me hace de traductora. Traduce y corrige mi inglés. Majd tiene a su padre en Boston y ha dejado de ejercer de dentista para dedicarse a atender a los desplazados. “Mi vida está aquí”, me comenta. Llegó a Wadi Nasarah huyendo de Homs pero no quiere ir más lejos. Estudia un master en Derechos Humanos on line. Y es peleona, muy peleona. “No intentes pronunciar mi nombre, no lo vas conseguir”, me dice al despedirse.

La pelea de estas dos mujeres ya tiene poco que ver con fortalezas en la cima, es la de una minoría discreta. Su símbolo podría ser el de las granadas de Wadi Natrum: una fecundidad portentosa envuelta en una piel discreta. Es la fecundidad del que no se va, del que está.

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