Devorados por la carcoma de la mala fe y la soledad

Mundo · Federico Pichetto
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11 febrero 2020
Parece que existe un lugar, no demasiado lejos de la fantasía, donde la mítica “peste de 1348” se duele del exceso de atención hacia el pequeño “coronavirus”, auténtica figura estelar de este inicio de década. La protesta la compartirían la “peste de Atenas”, la del siglo XVII, el cólera, la fiebre amarilla e incluso la rabia y el Sars. Todos ellos manifestarían el evidente desequilibrio comunicativo en favor de un pequeño virus que está causando muchas preocupaciones pero pocas razones de una auténtica emergencia.

Parece que existe un lugar, no demasiado lejos de la fantasía, donde la mítica “peste de 1348” se duele del exceso de atención hacia el pequeño “coronavirus”, auténtica figura estelar de este inicio de década. La protesta la compartirían la “peste de Atenas”, la del siglo XVII, el cólera, la fiebre amarilla e incluso la rabia y el Sars. Todos ellos manifestarían el evidente desequilibrio comunicativo en favor de un pequeño virus que está causando muchas preocupaciones pero pocas razones de una auténtica emergencia.

Efectivamente, este enésimo coronavirus refleja más el estado de salud emocional del planeta que el físico o epidemiológico, porque basta algo pequeño y pestífero que afecte al ser humano en un mercado de peces en China para subyugar a los gobiernos y economías de todo el mundo.

En una especie de camino hacia atrás, es justo preguntarse cómo puede suceder hoy un fenómeno de tal alcance por un hecho que en su conjunto no resulta demasiado relevante. La primera respuesta que surge, y que conviene tomar en consideración, se refiere a la confianza. La difusión que provoca internet desde los años dos mil no ha reforzado el vínculo entre personas sino que ha robustecido las sospechas mutuas. Si nunca hemos estado en la luna, si la inmigración tiene un plan de invasión islámica, si la tierra es plana y las vacunas producen autismo, ¿cómo es posible fiarse de la información oficial que quién sabe qué diabólico plan está promoviendo en estos momentos para engañarnos y alcanzar sus oscuros objetivos mediante esta nueva enfermedad?

La decadencia de la certeza moral que gobierna el mundo no nos deja más libres ni agradecidos a los que contribuyen a nuestra felicidad con su conocimiento, sino que nos devuelve a nosotros mismos y a la sociedad más enfadados y más solos. Esta extraña soledad, como una gota de agua de un grifo que pierde, sirve de telón de fondo para toda nuestra época, no nace de quién sabe qué consideraciones filosóficas o psicoanalíticas, sino que es la consecuencia directa de un vacío afectivo que nos hace dudar de que la vida sea un bien.

No sé cuántos chavales, adolescentes y no tanto, cuántos jóvenes y adultos compartirían hasta el fondo la afirmación de que haber nacido es algo hermoso, un don precioso del que alegrarse, un regalo que nos han hecho por nuestro bien. En todas las lecturas post-positivistas de Occidente siempre prevalece la idea de que el hombre es un mal, que su vida es una realidad desafortunada y que, en el fondo, nadie habita en el mundo para un objetivo positivo, por un destino bueno.

Se ha perdido la dimensión de la fraternidad, que nos ha dejado solos y desconfiados. No basta Greta Thunberg para convencernos de que todos estamos conectados. Un hombre cualquiera, un hombre o mujer de nuestro tiempo, aprende la fraternidad dentro de una experiencia familiar, en una comunidad guiada por la presencia de un padre. La alternativa a la ‘fraternité’ de revolucionaria memoria es una convención preparada para saltar al primer virus que se difunda, al primer Brexit que acontezca, al primer problema social que surja y del que haya que ocuparse, equilibrando con escrupulosa prudencia la defensa de los intereses de todos y los del individuo, con los ojos puestos siempre en las masas que no creen que de verdad pueda existir alguien dispuesto a actuar por el bien.

Al final, esta es la cuestión: que podremos incluso curar el coronavirus, pero siempre estaremos enfermos de un mal letal que nos destruye por dentro y que pone en duda que el otro sea un bien para mí. Y entonces saltan por los aires matrimonios, empresas, obras, comunidades, iglesias con papas reinantes y papas eméritos… en un dinamismo terrible que secunda la carcoma de la mala fe y los intereses creados. Como si n o existiera otra cosa, como si nadie nos hubiera prometido atendernos con su Espíritu de salvación. El sueño de la razón genera monstruos, el sueño de la fe difunde, en cambio, un virus tan devastador que ni siquiera Amazon tendría suficientes “mascarillas protectoras” disponibles.

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