Despertar lo humano

Cultura · Mikel Azurmendi
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12 mayo 2020
Merece la pena darles una vuelta a ciertas “reticencias” del amigo Gregorio Luri ante la reciente propuesta de Julián Carrón (El despertar de lo humano) para estos vertiginosos tiempos de pandemia y reclusión social. Son reticencias que, sumadas a las del libro precedente ¿Dónde está Dios?, le producen cierto tufo de “emotivismo” doctrinal así como una sensación de “relegación de la ley” moral a favor de un “cristianismo de la experiencia”.

Merece la pena darles una vuelta a ciertas “reticencias” del amigo Gregorio Luri ante la reciente propuesta de Julián Carrón (El despertar de lo humano) para estos vertiginosos tiempos de pandemia y reclusión social. Son reticencias que, sumadas a las del libro precedente ¿Dónde está Dios?, le producen cierto tufo de “emotivismo” doctrinal así como una sensación de “relegación de la ley” moral a favor de un “cristianismo de la experiencia”.

Mi reflexión me lleva a restablecer la pertinencia del texto de Carrón en haber fijado el encuentro como el despertador humano que le hace sonar la hora de su propia capacidad de Dios. Ésta se hace creíble únicamente “si vemos aquí y ahora a personas en las que se documente la victoria de Dios sobre el miedo y sobre la muerte, su presencia real y contemporánea, y por tanto un modo nuevo de afrontar las circunstancias, lleno de una esperanza y de una alegría normalmente desconocidas y, a la vez, orientado hacia una laboriosidad indómita. Más que cualquier discurso tranquilizador o receta moral, lo que necesitamos es toparnos con personas en las que podamos ver encarnada la experiencia de esta victoria, de un abrazo que permite estar ante la herida del sufrimiento, del dolor, en las que se testimonie la existencia de un significado proporcional a los desafíos de la vida” (pg.41). En virtud de ello una buena parte del texto de Carrón se dedica a referenciar testimonios de personas que en medio de la sorpresiva reclusión han despertado al Dios que llevaban dentro.

El propio Luri reconoce indirectamente que en él mismo el hecho del encuentro es más decisivo que su filosófica fe en la ley moral, pues termina su reflexión yendo más allá de todas esas sus reticencias “para reconocer, sin peros de ninguna clase, que ninguna vale nada frente a mi admiración incondicional por la entrega entusiasta e insistente de mis amigos de Comunión y Liberación a sus hermanos”. Reconoce con ello que más razonabilidad que en todo su argumentario la hay en su admiración a determinada gente por su entrega a los demás. Como no tengo presunción alguna de que exagera o miente, me tengo que preguntar por qué es así. No existe más que una respuesta: porque esa admiración de Gregorio Luri hacia ciertas personas “con las que se ha topado” nace de la autoridad que le merecen a causa de su existencia entregada.

La admiración, sí, he ahí la piedra de toque del encuentro. Spinoza la definió como la sorpresa ante un hecho que contradice nuestra experiencia pasada. Y daba a entender que el sorpresivo hecho es positivo, un bien. Una sorpresa, pues, generando asombro. Una emoción que remueve positivamente las neuronas-espejo y conduce al sentimiento de que aquello tan inesperadamente bueno es también bueno para mí. Jesús obró así, captó uno a uno a sus discípulos por su porte existencialmente admirable y no por un discurso moral o teológico, muchas veces incomprensible para ellos. Emoción a pie de calle también, pues las masas lo admiraban y le seguían. Otra cosa era cómo dar razón de todo ello, cómo estatuir que el amor era la regla de oro y que amar a Dios y al otro lo era todo, puesto que el resto de la ley “vendría por añadidura”.

La razonabilidad de la vida tan rara de aquellos primeros cristianos fue deíctica: “¡Mirad cómo se aman!”. Un señalar vidas ejemplares más que un mostrar qué clase de ley cumplían o los argumentos en que venían arropados. El método del cristianismo primitivo fue colocarse uno junto a los paganos, mezclado con ellos, uno como hombre cristiano junto al otro hombre, volver comparables sus vidas por si se percibiera lo admirable que era ser cristiano. Es el método que usamos los humanos para constantemente mejorar nuestras vidas y el que usan los inmigrantes para dejar sus tierras y venirse hacia nosotros. Ni qué decir que el argumento llamado ad hominem es una filfa de los ilustrados porque todos ellos, desde Descartes hasta Kant, bien que se hicieron con una buena provisión de estimables supuestos morales cristianos que consideraban intocables y superiores a los de la gente no civilizada (entiéndase “no cristiana”). Y aun confiriendo autoridad máxima a aquellas sus mores tradicionales, se pusieron a volverlas razonables creyendo que su razonabilidad dependía de la finura argumentativa que lograsen (no de su origen cristiano). He ahí el inicio del fracaso de la Ilustración: haber pasado por alto la autoridad de la fuente de moralidad a fin de establecerla al albur de las ocurrencias raciocinantes de gente muy aprendida y sabihonda.

Esto es lo que ha producido emotivismo, amigo Luri, ese repique de argumentarios cada cual más “auténtico” que el anterior, llevado a cabo incesantemente durante dos centurias. Nietzsche levantó acta de ese fracaso: que cada cual construya sus propios valores. Más allá de la comprensión positivista de Carnap/Ayer y más allá de la teoría de C.L. Stevenson, el emotivismo es ese estado líquido de pensamiento actual sobre la imposibilidad de validar las pretensiones éticas de objetividad e impersonalidad. De que no puede haber justificación racional alguna para postular la existencia de normas morales impersonales y objetivas. O sea, de que no hay tales normas. Pero jamás se puede atribuir esto a ninguno de los libros ni proclamas de Julián Carrón, un sacerdote que como Dios manda te confesará de tus pecados según los diez Mandamientos si te acercas a su confesionario. El emotivismo no lo produce jamás la emoción humana emanada por la admiración/imitación de Jesús-amor (en el Evangelio de este lunes 11 de mayo dice Juan 14, 21-26: “el que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama…”).

He subrayado encuentro. De la voz latina incontram (frente a frente) el encuentro establece un tú a tú existencial, un mirarse, hablar y escucharse mutuos. En el encuentro no existen reglas, sólo humanidad. Es la forma suprema del yo porque es entonces cuando se encarna uno como respuesta personal al otro. Ese es el banco de pruebas donde o bien lo trato al otro como un fin en sí mismo o bien como un medio. Al tratarlo como un medio, lo uso como un kleenex y luego lo tiro. Jesús dijo que Él era esa inter-posición entre yo y el otro. Llamó amor a ese espacio. Hasta el judío Spinoza lo presintió así, porque era relativa al amor/odio la esencia de toda emoción (affectus lo llamaba él). Otro filósofo judío que no pensaba como Spinoza y que nació sólo cien años antes que yo, en 1842, pensaba algo bastante próximo a lo que Gregorio Luri parece pensar acerca de la ley y de la religión, con la particularidad de que poco antes de morir comprendió que no era así como había que pensar. En efecto, H.Cohen presintió tras un encuentro con un humilde judío que Dios más tenía que ver con el espacio amor/odio de la inter-dividualidad que con una entidad de razón. Y en su libro póstumo escribía que “uno se pregunta si no será precisamente por prestar atención al sufrimiento del otro por lo que este otro deja de ser un Él y se transforma en un Tú”. O sea que, anticipándose al también judío E. Levinas, abrió una nueva vía ética del yo/tú atisbando que hasta el sufrimiento mismo existía por mor de la compasión, de la cercanía existencial entre él, un menesteroso, y yo, en tanto que posible buen-samaritano. En 1945 tras la destrucción de Nagasaki (y la aniquilación de su mujer) por la bomba atómica, el médico converso Takashi Nagai dirá exactamente lo mismo que Cohen, sólo que su insólita vía cristiana para haberlo captado había sido el shintô de interpretación budista.

Y así como Cohen también el filósofo español cortado a su patrón, García Morente, precisó de la sorpresa de un emotivo encuentro musical esta vez para llegar a Dios desde su Kant deísta. Y murió de sacerdote el año en que nací, pero yo he podido renacer como él, aunque de más mayor, merced al encuentro con esas mismas personas que Luri tanto estima y cuyo estilo de vida es más de corte existencial que “moral”.

Con Carrón comparto, pues, la presunción de que a las personas dañadas no las transforma una idea ni una obligación moral. La herida que nos producen las relaciones intempestivas como el actual encierro sólo nos la cura un encuentro personal, el cual siempre te pone al alcance de otra realidad diferente y tú puedes re-conocerte distinto de lo que antes eras. Surge en ti una verdad nueva al aparecer en ti otros afectos ignotos que relativizan los valores en los que estabas viviendo. Carrón ha dado unos ejemplos. Yo conozco varios más: Chules y Copito con sus bocateros metidos hasta el cuello entre los más necesitados; Nacho metido en una escafandra presente entre los enfermos de coronavirus en el hospital ofreciéndoles ánima y ánimo. Y podría seguir hablando de amigos que conozco pero pondré tres ejemplos cinematográficos que todo el mundo conoce: la relación entre Tony Lip y Don Shirley, en “Green Book” (de Peter Farrely); el encuentro entre la mimo japonesa Yu y el dañado Rudi, en “Cerezos en flor” (de Doris Dörrie); y el encuentro del Clint Eastwood más heroico con los muchachos amenazados en “El gran Torino”.

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