Desmontando tópicos sobre la libertad de educación en España (I)

Mundo · Francisco Medina
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16 enero 2017
La cuestión de la subsidiariedad –entendida como protagonismo de la sociedad civil en cuanto ésta es capaz de actuar responsablemente en los asuntos públicos– y de la libertad de los padres para educar a sus hijos han sido esgrimidos, en los últimos años, como valor no negociable por parte de quienes defienden el sistema de la educación concertada en España. Se niega que la educación sea un servicio público que ha de garantizar el Estado, en base a que los padres son quienes educan a los hijos. Y no es que no sea verdad este último aspecto, pero no recoge toda la verdad de una necesidad a la que los poderes públicos han de responder.

La cuestión de la subsidiariedad –entendida como protagonismo de la sociedad civil en cuanto ésta es capaz de actuar responsablemente en los asuntos públicos– y de la libertad de los padres para educar a sus hijos han sido esgrimidos, en los últimos años, como valor no negociable por parte de quienes defienden el sistema de la educación concertada en España. Se niega que la educación sea un servicio público que ha de garantizar el Estado, en base a que los padres son quienes educan a los hijos. Y no es que no sea verdad este último aspecto, pero no recoge toda la verdad de una necesidad a la que los poderes públicos han de responder.

No puede negarse, en mi opinión, que el debate sobre la cuestión educativa –como ya comenté en su momento– está enormemente viciado, tanto por la corriente socialdemócrata –que tiende a minusvalorar el papel de los padres en la educación– como por el liberalismo social imperante (no sólo en el PP, también en la mayoría de la comunidad católica en nuestro país). Los árboles han impedido ver el bosque: la cuestión de los colegios concertados ha nublado la perspectiva. El resultado es una gran confusión provocada, en su mayor parte, por la difusión de un concepto erróneo sobre la subsidiariedad que tanto se invoca por parte de muchos católicos. En medio de esta niebla, necesitamos claridad.

Empecemos por el origen: el papel y los derechos de los padres. Ya me he referido en estas Páginas al precepto constitucional que recogía el derecho a la educación y a la libertad de elección de centros docentes. Pues bien, a pesar de todas las objeciones que puedan ponerse –especialmente por un gran sector de la educación concertada (FERE, CONCAPA…)–, la realidad es que el derecho de los padres a la elección del centro docente que estimen más adecuado para sus hijos ya vino consagrado en la Ley Orgánica 8/1985, de 3 de julio, reguladora del Derecho a la Educación (la famosa LODE, aprobada por el Gobierno de Felipe González), cuyo artículo 4 –en su redacción dada por la Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación– merece la pena poner delante, cuando consagra como derecho de los padres:

• A que sus hijos reciban una educación con la máxima garantía de calidad.

• A escoger centro docente –público o privado–.

• A que sus hijos reciban la formación religiosa y moral de acuerdo con sus propias convicciones.

• A estar informados sobre el progreso del aprendizaje e integración social y educativa de sus hijos.

• A participar en el proceso de enseñanza y aprendizaje de sus hijos y en la organización, funcionamiento y evaluación del centro educativo.

• A ser oídos en aquellas decisiones que afecten a la orientación académica y profesional de sus hijos.

Este derecho de los padres en ningún modo resulta cuestionado. Prueba de ello es que la Ley Orgánica 2/2006, aprobada por el Gobierno Zapatero, en su artículo 108, vuelve a reconocer la libre elección de centro, al menos sobre el papel: “6. Los padres o tutores, en relación con la educación de sus hijos o pupilos, tienen derecho, de acuerdo con lo establecido en el artículo 4 de la Ley Orgánica 8/1985, de 3 de julio, reguladora del Derecho a la Educación, a escoger centro docente tanto público como distinto de los creados por los poderes públicos, a los que se refiere el apartado 3 del presente artículo”.

Pues bien, y por si fuera poco, el apartado 2 del citado artículo atribuye a los padres su papel de primeros responsables de la educación de sus hijos, como el de garantizar que sus hijos cursen la enseñanza obligatoria y asistan a clase, o estimularles a que realicen las tareas, o participar en la evolución de su proceso educativo, así como fomentar el respeto al personal docente. No deja de resultar triste que una Ley Orgánica tenga que recordar el papel insustituible de los padres en la educación de los hijos, aunque se entiende por la triste realidad de muchas familias en las que la tarea de acompañamiento educativo resulta ausente –y no tienen por qué ser entornos de desestructuración, la cultura del consumo salvaje hace estragos también en familias con cierto poder adquisitivo–. El legislador únicamente viene a recordar que esa tarea educativa es una responsabilidad principal de los padres, no del centro. ¿Es esto intervencionismo de los poderes públicos?

Resulta extraño, desde luego, sostener tal afirmación, si se tiene en cuenta, además, que la prestación del servicio público de la educación corresponda también a los colegios concertados, cuya regulación está contenida tanto en el Capítulo IV del Título IV de la Ley Orgánica 2/2006 como en el Real Decreto 2377/1985, de 18 de diciembre, que aprueba el Reglamento de Normas Básicas sobre Conciertos Educativos. La enorme proliferación de colegios privados sujetos al régimen de conciertos en los últimos 20 años desmiente, per se, esta invocación de que no existe libertad de educar en España. Otro ejemplo es el caso de la educación diferenciada, la nueva LOMCE (Ley Orgánica 8/2013, de 9 de diciembre, para la mejora de la calidad educativa) –aprobada durante la pasada legislatura–, que introdujo una disposición transitoria que no tiene desperdicio: “Disposición transitoria segunda. Aplicación temporal del artículo 84.3 de la Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación. Los centros privados a los que en 2013 se les haya denegado la renovación del concierto educativo o reducido las unidades escolares concertadas por el único motivo de ofrecer educación diferenciada por sexos podrán solicitar que se les aplique lo indicado en el artículo 84.3 de esta Ley Orgánica para el resto del actual periodo de conciertos en el plazo de dos meses desde su entrada en vigor”.

Se puede discutir e, incluso, podríamos concordar, en que pueda subyacer una concepción socialdemócrata que subyace en nuestro ordenamiento. Pero ése no es el problema, porque, en el fondo, el sistema no ahorra a los padres la tarea de educar a los hijos. Y es que uno empieza a sospechar que detrás de esta defensa tan encarnizada de la escuela concertada –hagámonos el favor de hacernos un poco de autocrítica– hay un planteamiento erróneo al concebir la subsidiariedad como desregulación o, más bien, como detraer en favor del mercado funciones que correspondería realizar a la sociedad y a los poderes públicos –en cuanto servidores de los intereses generales, al menos sobre el papel–.

Esta especie de “sostenella y no enmendalla” consistente en no reconocer que la educación tiene un carácter de servicio público es fruto de esta errónea concepción de la subsidiariedad, que esconde, en el fondo, un deseo de muchos católicos de que se les ahorre el trabajo de protagonismo en la educación de sus hijos cuando descargan su tarea en el colegio –sea público o privado–.

Es un hecho objetivo que, si la educación es un servicio público, corresponde a las Administraciones educativas la tarea de armonizar la garantía del derecho de todos a la educación con los derechos individuales de alumnos y padres. Y esa tarea requiere una programación general de la enseñanza, de la oferta educativa, de las consignaciones presupuestarias, tomando en consideración la oferta de centros públicos y privados concertados y la demanda social, debiendo garantizarse la oferta de plazas suficientes. Y esto no elimina el papel protagonista de los padres en la educación.

Los católicos tenemos un problema de confusión provocada por el miedo. La obsesión por evitar un “Estado que se meta en nuestras conciencias” –eso sí, no hemos leído ni por asomo “Los orígenes del totalitarismo” de Hannah Arendt– nos ha paralizado. El miedo a lo desconocido –a trabajar en un escenario en el que somos uno más–, al riesgo de vivir y de proponer en un ambiente que dice lo contrario de nuestra experiencia nos está pasando factura: nos ha hecho olvidar nuestras responsabilidades. No olvidemos que, con la Constitución de 1978, firmamos un pacto. Si exigimos derechos, tenemos que dar algo a cambio: ofrecer soluciones y, especialmente, asumir nuestra responsabilidad de participar en la sociedad, buscando la verdad –especialmente, en este campo de la educación– “valorándolo todo y quedándonos con lo bueno”, como así hizo San Pablo. Que estamos en un Estado democrático, en el que nuestras libertades –como católicos y como ciudadanos– están garantizadas lo prueba el hecho de que, en la elaboración de leyes y disposiciones generales, sea preceptivo por Ley dar audiencia a los actores del sistema educativo (incluidas asociaciones de padres y colegios concertados). Seamos honestos y dejémonos de batallitas propias de Tartarín de Tarascón.

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