Editorial

Democracia narrativa

España · Fernando de Haro
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1 marzo 2015
Las democracias española y portuguesa son las más jóvenes de Europa occidental. Se incorporaron al concierto constitucional del Viejo Continente casi en los 80, cuando la reconstrucción iniciada tras la postguerra estaba ya madura. La entonces Comunidad Europea prestó a España una ayuda decisiva para que la transición hacia el sistema de libertades estuviera acompañada de un desarrollo económico que favoreciera la cohesión. Los fondos de Bruselas llegaron durante años para favorecer la igualdad, para evitar que el eurocomunismo prosperara.

Las democracias española y portuguesa son las más jóvenes de Europa occidental. Se incorporaron al concierto constitucional del Viejo Continente casi en los 80, cuando la reconstrucción iniciada tras la postguerra estaba ya madura. La entonces Comunidad Europea prestó a España una ayuda decisiva para que la transición hacia el sistema de libertades estuviera acompañada de un desarrollo económico que favoreciera la cohesión. Los fondos de Bruselas llegaron durante años para favorecer la igualdad, para evitar que el eurocomunismo prosperara.

Pero esa juventud de la vida democrática en España no ha impedido que sufriera un desgaste similar al que ha padecido en el resto de países vecinos. Quizás haya provocado incluso una erosión aún más rápida. Los partidos políticos crecieron bajo una legislación electoral que quería evitar a toda costa la inestabilidad de los años 30 del pasado siglo. Son partidos de última generación, en los que cuenta poco la base social y mucho la gestión del poder. Pero estas formaciones que invadieron de forma rápida mucho espacio institucional no son la causa del desapego hacia la arquitectura institucional.

La erosión, común a todo el Viejo Continente y de la que el populismo es el síntoma, tiene un origen pre-político. No se puede explicar sólo como una consecuencia del mal funcionamiento de unas siglas que han sido corruptas o que han estado encerradas en sí mismas.

Muchas de las disfunciones que ahora subrayan los que no se reconocen en el sistema constitucional son ciertas. El desapego es grave pero más aún es el hecho de que la intelligentsia del país y los responsables sociales no hayan sabido ver que el origen tiene una naturaleza pre-política.

En España se ha producido lo que Pasolini llamaba, al referirse a la Italia de los años 70, un auténtico genocidio. Esa expresión la usaba el cineasta italiano para describir la destrucción del humus humano de postguerra por la sociedad de consumo y la televisión. La tradición campesina, la comunista, la católica, señalaba con acierto el director del “Evangelio según San Mateo”, es disuelta por un nuevo poder que destruye una conciencia humanística. En los años 50 del pasado siglo comienza a triunfar el vacío. Y el 68, que se levanta contra la cultura burguesa, aumenta el aburguesamiento y hace casi imposibles aquellas experiencias en las que se basaba la vida en la generación precedente: el yo se reduce a lo inmediato. Fragmentado el deseo de felicidad, de lo bello y de lo bueno –que permitía reconocer como compañero de camino a cualquiera– solo quedan anhelos sin rumbo que flotan en un universo impreciso. “Nuestros viejos argumentos de laicos ilustrados son inútiles y además le hacen el juego al poder”, aseguraba ya entonces el director de cine. La frase es actualísima.

En España, el proceso descrito por Pasolini se vive de forma acelerada. El paso desde un mundo tradicional, en el que los valores que fundan la convivencia solían afirmarse de un modo muy mecánico, al universo postmoderno se produce en pocas décadas. La generación de la transición empieza a ser clara víctima del genocidio aunque no se da cuenta de ello. El desarrollo del Estado del Bienestar es vertiginoso y se construye con importantes ayudas exteriores. La prosperidad no está acompañada de una mayor vertebración social. Además, desde el comienzo del siglo XIX, muchos españoles se han adscrito al bando progresista o al conservador sin hacer una reflexión crítica. Y eso pasa factura. Todo lo que se refiere a los fundamentos existenciales se da por supuesto.

Por eso dejan de ser fundamentos cuando la civilización cambia de un modo silencioso. El reclamo continuo a los valores, la derecha reclama los suyos y la izquierda hace otro tanto, es como la música de un tiovivo que girara incesantemente y en el que nadie quiere montar.

Es un problema educativo. Las dos últimas generaciones no han sabido formular críticamente las razones y los valores que provocaron la hazaña de la reconciliación tras la Guerra Civil, los motivos del gran pacto constitucional. El acuerdo queda como una mera ley, ya no es un sustrato que alimente la vida en común.

En este año electoral al que se enfrenta España es sin duda necesario defender el pacto constitucional atacado por el populismo. Pero hay que ser muy conscientes de que ese pacto constitucional para la mayoría es ley muerta. La voluntad de derribarlo es una invitación a recrear, ahora con madurez, la vida que lo hizo posible.

Sería insuficiente una victoria del constitucionalismo en los sucesivos comicios sin una regeneración pre-política. La democracia reducida a proceso formal solo es viable en los libros.

¿Qué permite esa regeneración? Hacer la tarea pendiente. No dar por supuesta la identidad personal y social. Hacer las cuentas con el momento de perplejidad y de enfado, buscar en la propia experiencia por qué se considera bueno vivir con los otros, construir empresa, trabajar, sostener la sociedad del bienestar, hacer ésta o la otra política. La seriedad del momento exige relatarse, a uno mismo y a los demás. Es un ejercicio al que estamos poco acostumbrados y cuando se lleva a cabo suele generar sorpresas positivas. Tiene dos enemigos. Uno es la inercia. El otro la utopía. El populismo nos provoca y despierta pero también nos tienta con la vieja seducción: la de echar la culpa a los otros, la de adormecer la responsabilidad. No son cosas propias de un hombre libre.

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