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Democracia conectada

Editorial · Fernando de Haro
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22 mayo 2016
El partido del final de la Copa disputado en Madrid este domingo, con el fútbol como pretexto para hacer uso de las esteladas (las banderas independentistas catalanas), bien podría considerarse un símbolo del triunfo de la ideología de la desconexión. No solo territorial: desconexión del otro, afirmación de una identidad conflictiva que niega la experiencia de una relación más determinante y más concreta que cualquier diferencia. La ideología de la desconexión, en un momento de franco retroceso del secesionismo en la opinión pública catalana, se alimenta del victimismo y de la emotividad no racional propia del balompié. 

El partido del final de la Copa disputado en Madrid este domingo, con el fútbol como pretexto para hacer uso de las esteladas (las banderas independentistas catalanas), bien podría considerarse un símbolo del triunfo de la ideología de la desconexión. No solo territorial: desconexión del otro, afirmación de una identidad conflictiva que niega la experiencia de una relación más determinante y más concreta que cualquier diferencia. La ideología de la desconexión, en un momento de franco retroceso del secesionismo en la opinión pública catalana, se alimenta del victimismo y de la emotividad no racional propia del balompié. La independencia no posible por razones económicas y jurídicas se hace realidad virtual en el terreno de los sentimientos colectivos. El Gobierno de Rajoy ha estado, por otra parte, poco hábil con una prohibición del uso de las banderas independentistas -levantada por el juez- que exigía una interpretación muy forzada de la ley. Esperemos que no haya buscado deliberadamente el conflicto por razones electorales.

Pero la ideología de la desconexión no es solo propia del secesionismo catalán o vasco. Afecta a izquierda y a derecha. Y se hace más evidente en la pre-campaña electoral, en esta segunda vuelta que va a llevar a los españoles otra vez a las urnas. El PP atiza el miedo a un gobierno de coalición de izquierdas y Podemos repite una y otra vez que hay que echar a los populares. Los espacios de centro desaparecen. La partitocracia trata de trasladar a la sociedad una identidad conflictiva sin grises.

La democracia, por definición, tiene como propósito no eliminar el conflicto sino resolverlo por medio de las mayorías y de unos referentes constitucionales que ponen límites al pluralismo y crean un sistema de contrapesos institucionales. Es la fórmula para que las minorías no sean avasalladas. Pero la democracia puede ser precisamente un sistema “conflictivo” porque se basa en una identidad última relacional, en algo común compartido con los otros. El fundamento de lo común no se discute (Maritain), aunque es muy conveniente que todas las tradiciones que se dan citan en una democracia hagan valer qué experiencia les permite mantenerlo en pie. Y que lo hagan en términos civiles, no confesionales. Ese humus compartido es el que permite concebir los derechos subjetivos no solo como la frontera que me defiende de la libertad del otro sino como expresión de lo que me une a él.

Pero la democracia se vuelve irrespirable si solo es conflicto, si la identidad relacional se niega o se queda en el mundo de las ideas. El otro, con sus ideas y con la posibilidad que tiene de llegar al poder -también con la injustica que pueda cometer contra mí-, no es una amenaza. Es alguien del que necesito para entenderme a mí mismo, para construir. Sin él yo no soy. Esta evidencia se impuso en Europa tras la II Guerra Mundial y cerró el ciclo iniciado con las guerras napoleónicas. Floreció de un modo especial en la España de la transición, tras casi dos siglos de intenso conflicto. Está visto que no estuvo acompañada de una criticidad que permitiera transmitirla de una generación a otra. Esa evidencia ha quedado destruida. La incertidumbre generada por la globalización, la falta de una auténtica educación popular y la soberanía del consumo han contribuido a ello. El populismo y la tecnocracia, en un contexto de banalidad alimentado por la televisión, han acelerado también el proceso. El populismo porque siempre necesita un enemigo. La tecnocracia porque reduce la vida común a gestión, censura las cuestiones de sentido y, en consecuencia, mata lo más universal.

La mayor urgencia política en este momento no es la defensa de ciertas libertades (libertad de educación, libertad religiosa) sino de la libertad-de-ser-con-el-otro. La mayor urgencia es la superación de la ideología de la desconexión por la experiencia del vínculo, por la experiencia de una democracia conectada. Cualquier toma de posición que no perciba esa urgencia se ha quedado vieja.

Quizás la mayor tragedia sea que la desconexión avanza de forma considerable en importantes sectores de la Iglesia, sujeto llamado por antonomasia a testimoniar la fuerza del vínculo. Desconexión de Francisco en nombre de Benedicto XVI, desconexión de Benedicto XVI en nombre de Francisco. Son viejas dicotomías sin fundamento en la realidad: Iglesia de pastores/Iglesia de profesores; Iglesia de la presencia/Iglesia del testimonio. Es viejo dedicarse a levantar bastiones para intentar ponerse a salvo. En los refugios siempre domina el tedio y son, de hecho, un grave obstáculo para una vocación que solo puede cumplirse a campo abierto.

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