Demasiadas suposiciones
La crisis de la OTAN resuelta. Al menos momentáneamente. Por elevación. Los desacuerdos entre Estados Unidos y Europa se han querido solventar apuntando al riesgo que supone China. La OTAN es más que una organización militar. Es el símbolo de un mundo en el que la cultura occidental estaba todavía en pie para hacer frente al totalitarismo y a las amenazas contra el mundo libre.
Trump y Macron, aunque enfrentados, cada uno a su manera, han denunciado en los últimos meses que la Organización tiene serios problemas. Está en crisis ciertamente la estrategia de defensa. Pero también el acuerdo tácito entre Estados Unidos, los países del Oeste y del Este de Europa para defender los valores que sustentaron las democracias liberales. De esto no hablan los líderes. Turquía en realidad nunca participó en esos valores. Y ahora la OTAN parece buscarse una cierta unidad en torno a una nueva frontera, no física, pero sí económica, tecnológica, y por supuesto antropológica. ¿Hay todavía algo común en el terreno de los ideales entre los que siguen siendo formalmente aliados? ¿Hay algo que pueda mantenerlos unidos? ¿Qué respuesta tiene, tenemos, al reto que supone un capitalismo de Estado como el chino en el que el valor del yo no puede darse por supuesto?
La cumbre de Londres amenazaba fracaso. Trump está convencido de que los socios europeos son unos aprovechados porque siguen sin pagar la fiesta que le proporciona el ejército más caro del mundo. Y Macron había dicho en The Economist aquello de que la organización está en coma cerebral y que es necesario impulsar un proyecto de seguridad europea. Razón no le falta. No hay estrategia común para hacer frente al yihadismo en el Sahel ni en Siria. La Organización sigue siendo necesaria para contener la amenaza de Rusia en Europa del Este. Pero Turquía se ha aliado con Rusia para ganarle terreno a los kurdos y los alemanes dependen del gas ruso. De momento Estados Unidos y Europa, especialmente Francia, se han reconocido en la amenaza que supone el desarrollo armamentístico chino y las inversiones del Gigante Asiático en el Ártico, en África, y en sectores estratégicos de la economía del Viejo Continente así como en el desarrollo de la tecnología del 5G.
Pero la fractura en el seno del mundo occidental es seria y su naturaleza no es solo geoestratégica. La ruptura se ha producido en el consenso en torno a los valores liberales y democráticos que supuestamente debería mantenerse sin necesidad de discutir sobre sus fundamentos. Estamos muy lejos de los dos momentos de la reciente historia en los que ese consenso se recuperó con el entusiasmo de los siglos pasados. Uno fue el fin de la Segunda Guerra Mundial y otro la caída del Muro de Berlín. La reconstrucción de la Europa que había salido de las cenizas, la lucha contra el totalitarismo que se había instalado tras el Telón de Acero, permitió (al menos aparentemente) a los europeos superar el cansancio que tenían de sí mismos. Resurgió a partir de los años 50 la ideología occidentalista, una neoilustración que vivió de la inercia de las evidencias cristianas secularizadas. No era necesario preguntarse por su raíz. Tras la caída del Muro de Berlín, la euforia de la victoria parece confirmar el éxito del consenso liberal. Se considera menos necesario que nunca ahondar en los fundamentos de la democracia. Ha ganado la mejor fórmula. ¿Por qué habría que debatirla, cuestionarla? ¿Por qué tendríamos que bucear en sus fundamentos antropológicos que nos llevan a las guerras de religión? Todos liberales. Todos cristianos anónimos. El europeo del Este, al que se le supone naturalmente liberal, solo tenía que imitar las formas institucionales, la vibración moral de la democracia buena. Pero las consignas de imitación, que siempre dan por supuesto las raíces, acaban generando resentimiento. Y, de pronto, en la Europa del Este que pensábamos que tenía que estar agradecida, empezaron a producirse brotes muy consistentes de una democracia iliberal. Demasiadas suposiciones. Con grandes diferencias, algo similar sucede en Estados Unidos. Como rechazo a una obligada imitación, a una cierta forma de entender la democracia liberal de las costas progresistas, los Estados Unidos que votan a Trump quieren dejar claro que no van a seguir aceptando que se dé por supuesto lo que no comparten.
Es necesario tomar nota de la fractura occidental, esa fractura con la experiencia que dio origen a la democracia liberal, para afrontar el reto de lo que hay al otro lado del nuevo muro. China ha hecho algo parecido a lo que, según Veblen, hizo Japón a comienzos del siglo XX. Ha tomado prestadas las “artes industriales” (ahora diríamos tecnología) de Occidente pero no su “perspectiva espiritual” o sus “principios de conducta y valores éticos”. La apropiación de los medios técnicos no supone ni mucho menos un acercamiento en términos de identidad. La China de Xi Jimping, con su capitalismo de Estado, está a miles de años luz de la experiencia del yo y de la concepción del poder de la occidental. El reto militar, tecnológico, la lucha por mantener espacios de libertad ante un Gigante Asiático que está decidido a convertirse en una potencia hegemónica es sin duda decisivo. Pero es solo la expresión de un reto más profundo. Llevamos décadas, siglos, dando por supuesto un consenso en torno a los valores de la democracia liberal. Dando por supuesto lo que queremos decir cuando utilizamos la palabra yo. Ahora, con la China hipercapitalista-marxista-confuciana dentro y enfrente ya no es posible.