Del Concilio al Papa Ratzinger. Así la Iglesia `enterró` la espada

Mundo · Massimo Borghesi
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7 febrero 2014
¿No es el monoteísmo –la pretensión de que exista un único Dios– la fuente y el fundamento de la intolerancia religiosa y de la violencia? Es la pregunta que se hacía Ratzinger en su libro Fe, verdad, tolerancia: “¿Tolerancia y fe son conceptos que se oponen en la verdad revelada? O, en otras palabras, ¿se pueden conciliar fe cristiana y modernidad? Si la tolerancia es uno de los fundamentos de la época moderna, afirmar que se ha encontrado la verdad ¿no es tal vez una presunción superada que debe ser rechazada si se quiere romper la espiral de violencia que atraviesa la historia de las religiones?”.

¿No es el monoteísmo –la pretensión de que exista un único Dios– la fuente y el fundamento de la intolerancia religiosa y de la violencia? Es la pregunta que se hacía Ratzinger en su libro Fe, verdad, tolerancia: “¿Tolerancia y fe son conceptos que se oponen en la verdad revelada? O, en otras palabras, ¿se pueden conciliar fe cristiana y modernidad? Si la tolerancia es uno de los fundamentos de la época moderna, afirmar que se ha encontrado la verdad ¿no es tal vez una presunción superada que debe ser rechazada si se quiere romper la espiral de violencia que atraviesa la historia de las religiones? Esta pregunta se plantea hoy de manera cada vez más dramática en el encuentro entre el cristianismo y el mundo, y se extiende cada vez más la convicción de que la renuncia por parte de la fe cristiana a la pretensión de verdad es la condición fundamental para obtener una nueva paz mundial, la condición fundamental para la reconciliación entre el cristianismo y la modernidad”.

La pregunta planteada por  Ratzinger, después del 11 de septiembre de 2001, del derrumbamiento de las torres en Nueva York por parte de los pilotos suicidas de Al-Qaeda y la reacción teocon patrocinada por la administración Bush, volvió a repetirse en el periodismo laico. En Alemania, el texto de Peter Sloterkijk, Celo de Dios. Sobre la lucha de los tres monoteísmos (2007), frente al conflicto teológico-político que divide a las religiones monoteístas, reclama como única terapia posible a la “ilustración masona” representada por la parábola de los tres anillos de Lessing, un “renacimiento egiptocéntrico”, politeísta y tolerante. No es el único. También el egiptólogo Jan Assmann sigue su ruta terapéutica (No tendrás a otro Dios. El monoteísmo y el lenguaje de la violencia, 2007) indicando la pretensión monoteísta de la verdad como la verdadera fuente de la intolerancia y de la violencia.

Las acusaciones de Sloterkijk y Assmann no son un hecho aislado. Traducen el sentir común de la cultura posmoderna, según la cual la idea de verdad, como se entiende habitualmente, representa una amenaza para la democracia, que sólo puede vivir en el horizonte de un pluralismo escéptico, de ese “politeísmo de los valores” que, según Max Weber, era el plafón del mundo secularizado. Si verdad=violencia, como teorizaba en su momento Gianni Vattimo en la escuela de Nietzsche, entonces todo lo que remite al Uno, al Dios único, es signo de intolerancia. Después del 11 de septiembre, esta es la acusación que el posmodernismo dirige a las religiones abrahámicas: cristianismo, judaísmo, islam. El conflicto teológico-político que está bañando en sangre al mundo no puede imputarse simplemente a las desviaciones religiosas, a los extremismos fanáticos de Al-Qaeda. La propia religión monoteísta es, en sí misma, algo patológico.

Una aserción fuerte que olvida un factor esencial. En estos años no ha sido especialmente la cultura laica, en gran parte debido a la guerra americana contra Iraq, la que ha contestado a la violencia teológico-política, sino más bien la religión cristiana. Fue Juan Pablo II quien se opuso, de todas las formas posibles, a la guerra iraquí y a la idea de la “cruzada” del Occidente “cristiano” contra el islam. Seguido de Benedicto XVI que, en su controvertido discurso de Ratisbona, no quería tanto suscitar odio hacia el mundo islámico como neutralizar cualquier legitimación religiosa de la violencia. El catolicismo, que con el Concilio Vaticano II abandonó cualquier nostalgia del Sacrum Imperium, se está mostrando hoy en el mundo como el más valiente defensor de la paz frente a los conflictos y la violencia. Una posición que ha encontrado en estos años su pensamiento más original en las reflexiones sobre el vínculo ancestral entre la violencia y lo sagrado, un vínculo interrumpido por el sacrificio de Cristo, por obra del pensador francés René Girard.

En ayuda de esta posición llega ahora un importante documento destilado por la Comisión Teológica Internacional sobre Dios Trinidad, unidad de los hombres. El monoteísmo cristiano contra la violencia. Fruto del trabajo de cinco años (2009-2014), este texto aclara tanto la problemática de la noción de monoteísmo, que “resulta todavía demasiado genérica cuando se usa como punto clave para mostrar la equivalencia de las religiones históricas que confiesan la unicidad de Dios”, como la simplificación que “reduce la posibilidad de elección a la alternativa entre un monoteísmo violento y un politeísmo presuntamente tolerante”. Contraposición esta fuertemente ideológica, pues el politeísmo antiguo no fue en absoluto pacífico, dado que las guerras entre los pueblos, como en Homero, eran al mismo tiempo guerras entre dioses.

Estamos por tanto ante una oposición con trajes modernos que nace como consecuencia de las luchas de religión allí donde, frente a la Europa cristiana dividida, la cultura laica idealiza un politeísmo virtuoso y pacífico. Una oposición que resultaría ahora de gran actualidad pero que tiene ya las armas preparadas. Con el Vaticano II, con la declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa, y después con la célebre Declaración con la que Juan Pablo II, en la celebración del 12 de marzo de 2000, pidió perdón por todas las culpas pasadas de los cristianos, la Iglesia se despidió definitivamente del modelo teológico-político medieval-moderno, responsable de las guerras de religión.

Con estos actos, la Iglesia católica volvió a unirse idealmente al paradigma de los primeros siglos, en los que la distinción entre la fe y la espada, entre el Reino de Dios y el del mundo, estaba clara. Por eso, como recita el documento de la Comisión Teológica Internacional, “se trata de reconocer el kairós del irreversible abandono por parte del cristianismo de la ambigüedad de la violencia religiosa, el momento de este punto de inflexión objetivamente capaz de instaurarse en el universo globalizado actual”.

El cristianismo, purificado y críticamente consciente de su historia, no necesita la parábola de los tres anillos de Lessing para hacerse tolerante. La tolerancia, el respeto, el deseo de paz están en su origen. “El evento cristológico falsifica –de raíz– cualquier llamamiento a la justificación religiosa de la violencia, justo cuando esta querría imponer a Dios para confirmarla. El Hijo, en su amor por el Padre, atrae la violencia hacia sí, cuidando a amigos y enemigos (o sea, a todos los hombres). El Hijo, que afronta y vence a la muerte ignominiosa, celebrada como demostración de su impotencia, aniquila en un solo acto el poder del pecado y la justificación de la violencia”.

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