Del 15 al 4-M

Editorial · Fernando de Haro
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10 mayo 2021
Van diez años. Desde el 15 de mayo de 2011, el momento en que un grupo de indignados ocuparon la madrileña Puerta del Sol, al 4 de mayo de 2021, el día en que el centro-derecha obtuvo una rotunda victoria en las elecciones regionales y dejó tocados a los partidos que cuestionaban el bipartidismo, van diez años.

La perplejidad a mediados de mayo de 2011 fue grande. Pocos sabían precisar de dónde había surgido el grupo de personas que acampó en una de las plazas más emblemáticas de España, el famoso kilómetro 0. Llegaron con sus sacos de dormir, construyeron tenderetes para pasar el día y la noche y para revindicar un cambio. Hay quien pensó incluso que estaban siendo utilizados por Zapatero, el presidente socialista, para impedir un cambio de Gobierno cuando se celebrasen las elecciones generales. Pero no, sus reivindicaciones eran una respuesta a la crisis de 2008, a una desigualdad creciente, a la corrupción de los partidos tradicionales, a un sistema político al que cuestionaban porque consideraban que no les representaba. Los indignados del 15-M si se parecían a algo era al movimiento Occupy Wall Street, a los Chalecos Amarillos franceses. “No nos representan”, coreaban los indignados, no nos representa una globalización que nos hace más pobres, no nos representa un sistema del bienestar que deja fuera a los jóvenes.

El 15-M no fue solo una protesta económica. También era el rechazo a las instituciones democráticas creadas a partir de 1975. El pasado no era suficiente. Una de las mejores transiciones de la democracia de la historia no era suficiente. A las nuevas generaciones no se les había transmitido el valor del milagro de una reconciliación nacional con pocos precedentes. El sistema de partidos, excluyendo a los partidos nacionalistas, vertebrado en un bipartidismo casi perfecto (sin partido liberal de centro), era y es un sistema cerrado, sin muchas conexiones con la vida social. Se rechazaban esos partidos convertidos en aparatos cerrados. Diez años después las razones del malestar siguen estando donde estaban. Seguramente la salida de la crisis provocada por el Covid no vaya a solucionar los problemas de desigualdad. Seguramente los aumentará en el grupo que sale en España más precarizado de cada recesión: los jóvenes.

Tampoco la conexión entre los partidos y la sociedad ha mejorado. Probablemente ha empeorado. La protesta del 15-M fue rápidamente interpretada, colonizada, encauzada por un nuevo partido: Podemos. Tuvo un éxito fulgurante. Ahora parece que esa estrella va camino de apagarse. En diez años la formación liderada por Pablo Iglesias ha pasado de aspirar a convertirse en el principal partido de izquierdas a representar una fuerza minoritaria. Ni siquiera haber participado en el primer Gobierno de coalición de la historia reciente le ha servido para sobrevivir. Los problemas fundacionales son tan serios que la participación en el poder acelera su descomposición. Podemos no ha sabido vertebrar una formación nacional. Sus referencias ideológicas ancladas en la izquierda latinoamericana no sirven para Europa. El narcisismo de su líder, Pablo Iglesias, ha provocado una purga tras otra dentro una formación muy joven. El partido que iba a redimir el sistema tiene más vicios que las antiguas formaciones.

Podemos, con su crítica a la transición del 78, resucitó un enfrentamiento propio de los años 30 del siglo pasado. Su presunto antifascismo, respuesta a un fascismo inexistente, ha acabado convirtiendo su discurso en algo inverosímil. Ese planteamiento descabellado que es el que ha utilizado en las elecciones de la Comunidad de Madrid, y al que se ha sumado inexplicablemente un partido como el PSOE, ha contribuido a dar una amplia victoria al centro-derecha. Los votantes del PP se han movilizado masivamente para decir un no rotundo al Gobierno de socialistas y de Podemos. La izquierda se ha fragmentado. Y una formación como Más Madrid, más cercana a los verdes, se ha puesto por delante de los socialistas. Los votantes han dado claramente la espalda a un discurso de confrontación trasnochado. Podemos, con muy pocas aportaciones en la gestión, ha intoxicado el debate nacional colonizando un malestar que en algunos casos está justificado.

Las elecciones del pasado 4-M también pueden haberse convertido en el principio del fin de Ciudadanos, el otro partido que apareció también en la vida pública para regenerar el sistema bipartidista. Era anterior al 15-M pero creció como formación nacional a partir de 2011 como alternativa de centro para los desencantados del PSOE y del PP, cansados de la corrupción y la partitocracia. Es una formación muy necesaria en una España en que no hay casi acuerdos entre la derecha y la izquierda. Pero sus errores sistemáticos han demostrado que no se puede estar solo en política con buena voluntad. Llegaron para demostrar que el voto no es una cuestión de lealtad a unas siglas y van camino de desaparecer, precisamente porque sus votantes ya no se fían de ellos.

El PP de Ayuso ha ganado por goleada recibiendo los votos de Ciudadanos, de los que quieren castigar al Gobierno de los socialistas y de Podemos. También de los que están cansados de una política de lucha contra la pandemia basada en las restricciones. Madrid apunta a un cambio de ciclo. Madrid apunta a una cierta vuelta al bipartidismo. Pero buena parte de los problemas que desataron el 15-M siguen presentes y probablemente aumenten en los próximos meses.

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