Defender la casa común
Recuerdo el momento emocionante, hace cuatro años, en que sentados uno junto a otro, inauguraban el EncuentroMadrid Mons. Fernando Sebastián y el líder socialista Enrique Múgica. El lema de aquella edición era “Las fuerzas que cambian la historia son las mismas que cambian el corazón del hombre”, y no había mejor explicación que verlos y escucharlos mientras narraban la aventura de la Transición, en la que ambos jugaron un papel destacado.
Si hay un momento de nuestra historia reciente en el que se hizo evidente que el otro, el diferente, el que no piensa como nosotros ni pertenece a nuestra matriz cultural, no es un enemigo sino un compañero de construcción y de camino, ese momento fue la Transición. No fue un camino de rosas ni algo autoevidente. La memoria estaba fresca, la historia pesaba, los malentendidos mutuos no se habían despejado… había otras alternativas que para muchos resultaban más recomendables. Muy al contrario de lo que se ha dicho con notable frivolidad, no fue el tiempo del olvido sino el de la memoria, pero por una vez, una memoria ancha y generosa, capaz de incluir el dolor del otro, sus razones, sus expectativas. Tampoco fue el triunfo de un pragmatismo desnudo, sino de un verdadero realismo que entiende que las construcciones humanas son siempre imperfectas, que los ordenamientos políticos son relativos y sólo así pueden aproximarse a la justicia.
En términos cuajados en la tradición cristiana podríamos decir que fue un momento en que se ejerció la caridad política (algunos la ejercieron explícitamente), o bien un momento en que logró una exitosa traducción política de la misericordia. De hecho el humus de la cultura cristiana era ampliamente compartido de izquierda a derecha. Para la Iglesia la palabra clave de aquel momento fue “reconciliación”, pero esta palabra tenía una densidad y unas implicaciones que hubo que declinar cuidadosa y pacientemente. Para todos, partidos, intelectuales, medios de comunicación, sindicatos, la propia Iglesia, fue necesario un camino de purificación, de sacrificio, de apertura hacia el que hasta hace poco era visto como adversario, más aún, con el que se pensaba tener legítimas cuentas pendientes.
Así surgió el abrazo de la Transición, que no es una evocación poética sino la descripción de una obra política de gigantesca envergadura en la que todos corrieron sus riesgos. Como toda política verdadera, ésta tenía un cimiento cultural, incluso espiritual, de mucho fuste; estaba alimentada por la vivencia de un pueblo, por el protagonismo de una sociedad que descubrió su propia autoestima. Pero fue necesario forjar el instrumento político-jurídico, sin el cual no sabemos cómo hubiese acabado la historia. Recordemos que hubo fuerzas, a izquierda y derecha, que se opusieron hasta el final. Hace pocas semanas, el cardenal Ricardo Blázquez recordaba que “la Constitución fue gestada en un ambiente de diálogo y de consenso, al que no fue ajena la Iglesia y más en concreto nuestra Conferencia Episcopal; deseábamos entrar en una nueva etapa en la que todos tuviéramos espacio, reconciliándonos como ciudadanos y convivientes, sin privilegios ni exclusiones”.
Esto no significa que la Iglesia transitara por aquellas aguas de un modo angélico. Se trataba de establecer un marco que acogiera a todos para desarrollar un diálogo que necesariamente tenía que ser áspero en algunos momentos. Baste recordar cuestiones como la ley del divorcio (durante el gobierno de UCD), la dura controversia de los catecismos (ya con el PSOE de González), la primera ley despenalizadora del aborto… Los católicos españoles fuimos protagonistas decididos del pacto constitucional, sin que eso signifique que dejáramos de participar en un debate público que, lógicamente, había de tener aristas cada vez más afiladas andando el tiempo. En todo caso ese diálogo, de mayor o menor calidad, ha sido protegido durante casi cuarenta años por lo que el cardenal Blázquez ha denominado “una casa común… sin la cual nos quedaríamos a la intemperie”.
Las elecciones del 26-J de 2016 marcan un momento histórico de encrucijada. Por primera vez en cuatro decenios se plantea la posibilidad de que los cimientos de esa casa común se vean removidos, y no en aras de una saludable renovación, sino desde un sectarismo que pretende volver a dividir a los españoles en buenos y malos. Lo acaba de decir un histórico líder socialista, Nicolás Redondo Terreros: por primera vez no está en juego un simple cambio de gobierno sino la supervivencia del sistema constitucional. La cohesión nacional, algunas libertades y derechos fundamentales, la justa relación entre sociedad y Estado, los parámetros de la economía social de mercado y de nuestro sistema de bienestar, pueden verse en serio peligro. Arriesgo el juicio de que la “caridad política”, esa inteligencia histórica que nace de la experiencia de la fe y se traduce en actuación pública, debe llevar a los católicos españoles a defender los muros de la casa común de la Constitución en esta encrucijada. Eso no significa de ningún modo excluir a una parte notable de la sociedad española, con la que se hace urgente un renovado diálogo que no va a ser fácil.
Naturalmente, todos sabemos que no basta tener una casa sólida y confortable para que se produzca una auténtica vida de familia. No bastan los mimbres de la Constitución si nuestra conversación nacional no es viva y sincera, si falta el esfuerzo de un verdadero encuentro y de una construcción común. La memoria es imprescindible para vivir el presente, pero no podemos vivir de las rentas, de la nostalgia ni del trabajo de nuestros padres. Cierto, el 26-J no va a resolvernos la vida. Pero nos puede ayudar a proseguir juntos el camino o nos puede abocar al sectarismo y a la exclusión. La misericordia requiere también una traducción contingente en este momento de la historia.