«Decíamos ayer…» (Sobre el permanente problema de la educación)

Cultura · Vicente A. MORRO LÓPEZ
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10 noviembre 2015
«Decíamos ayer…» Así comenzó Fray Luis de León la primera clase al volver a su cátedra en la Universidad de Salamanca. Había estado apartado de ella cinco años. Cinco años prisionero de la Inquisición, en el Siglo XVI, en un proceso en el que finalmente fue absuelto. También Miguel de Unamuno empleó esta frase al regresar a su cátedra en la misma Universidad, después de unos años de exilio interior y exterior en el pasado Siglo XX.«Decíamos ayer…» Escribíamos ayer, me atrevo a utilizar yo, al retomar después de unos meses de ausencia este blog que tan amablemente me cede Páginas Digital. Desde el pasado 12 de abril, por razones que no vienen ahora al caso, este es el primer post que puedo escribir. Advierto desde ya al amable lector de que no será el último, si Dios quiere.Al volver a escribir lo hago sobre la situación de la educación, problema permanente en nuestra sociedad. También en esto podríamos repetir «decíamos ayer…», y anteayer, y hace un año, y dos y tres, y algunas décadas. Al no ir a la raíz de la cuestión, y actuar sólo, y esto en contadas ocasiones, sobre las consecuencias y manifestaciones exteriores, las reflexiones y críticas se pueden reiterar una y otra vez casi con las mismas palabras.

«Decíamos ayer…» Así comenzó Fray Luis de León la primera clase al volver a su cátedra en la Universidad de Salamanca. Había estado apartado de ella cinco años. Cinco años prisionero de la Inquisición, en el Siglo XVI, en un proceso en el que finalmente fue absuelto. También Miguel de Unamuno empleó esta frase al regresar a su cátedra en la misma Universidad, después de unos años de exilio interior y exterior en el pasado Siglo XX.

«Decíamos ayer…» Escribíamos ayer, me atrevo a utilizar yo, al retomar después de unos meses de ausencia este blog que tan amablemente me cede Páginas Digital. Desde el pasado 12 de abril, por razones que no vienen ahora al caso, este es el primer post que puedo escribir. Advierto desde ya al amable lector de que no será el último, si Dios quiere.

Al volver a escribir lo hago sobre la situación de la educación, problema permanente en nuestra sociedad. También en esto podríamos repetir «decíamos ayer…», y anteayer, y hace un año, y dos y tres, y algunas décadas. Al no ir a la raíz de la cuestión, y actuar sólo, y esto en contadas ocasiones, sobre las consecuencias y manifestaciones exteriores, las reflexiones y críticas se pueden reiterar una y otra vez casi con las mismas palabras.

El Papa Benedicto XVI describió la situación de la formación de los niños y jóvenes en nuestro mundo occidental como de «emergencia educativa», en ajustada y objetiva expresión. En el caso del sistema educativo español la descripción no podía ser más acertada. Estamos en situación de emergencia permanente, de crisis crónica, agravada no por la inacción de los actores del sistema sino por su mala praxis.

Coexisten diversos actores en el ámbito educativo. Es lo que algunos denominan, con más buena voluntad que realismo y acierto, comunidad educativa: alumnos, padres, profesores, personal no docente, titulares de los centros, directores, sindicalistas, pedagogos, políticos. En las últimas décadas, a casi todos ellos se les ha echado –se nos ha echado- la culpa del estado de semiruina, de colapso, del sistema. No olvidemos que su situación ha generado multitud de estudios y análisis serios, profundos y realmente alarmados, que han recibido títulos como “El destrozo educativo”, “La gran estafa”, “El profesor en la trinchera”, “La escuela contra el mundo”, “La enseñanza destruida”, “La secta pedagógica”, “Genocidio educativo”, “De la buena y la mala educación” o “La educación en peligro”. ¡Como para no preocuparse!

En uno u otro momento, casi todos los sectores hemos sido considerados culpables de la situación de nuestra educación. Repara, querido lector, en que he vuelto a emplear “casi todos”. Obviamente, quienes tienen la capacidad y la responsabilidad de tomar decisiones, los políticos, y quienes les aconsejan y aplauden en ocasiones, los sindicalistas y los pedagogos, no se auto inculpan por los fallos del sistema. A lo sumo, según los colores y las épocas, señalan y critican los errores de los del otro bando, pero jamás se les ha ocurrido pensar que ellos podían tener parte de la responsabilidad, o toda.

A los alumnos se les ha echado la culpa por no esforzarse lo suficiente, por no aprovechar las oportunidades y los medios que sus familias y la sociedad entera ponen a su disposición; por imposibilitar la docencia con su indisciplina; por no mostrar interés en aprender. A los padres, en otros momentos, se nos ha culpado por estar ausentes de la educación o, en el sentido contrario, por querer “meternos” hasta en la cocina del colegio; por “aparcar” a nuestros hijos en los centros educativos; por sobrecargarlos de actividades extraescolares y por tolerar que los maestros y profesores los sobrecarguen inhumanamente de deberes y tareas; por despreocuparnos totalmente o por estar siempre encima de los profesores y hasta quitarles la autoridad.

En otras etapas se ha descalificado a los titulares de los centros y a su personal: a unos se les decía que sólo se preocupaban de imponer sus creencias o ideología, a otros de que concebían la educación como un simple negocio más y que lo único que les importaba era la cuenta de resultados, a algunos que consideraban al alumno como un cliente (y el cliente siempre tiene razón, ya se sabe). A los profesores, como individuos concretos, pues como colectivo ya hemos visto que están en el grupo de los no criticables, se les ha acusado de haber perdido la autoridad, de no haber sabido ejercer el liderazgo que por la naturaleza de su misión les correspondía, de haber querido ser más colegas que maestros; de no estar suficientemente motivados; de no estar correctamente formados –esta parece ser la nueva consigna- y de no desarrollar su trabajo con dedicación. Estas críticas también han valido para los que ejercen, más o menos temporalmente, las funciones de dirección.

El poder jamás se equivoca. El jefe siempre tiene razón. El que manda siempre acierta. La culpa siempre es del otro, de los otros. Parece como si la capacidad de publicar en un boletín oficial, o de dictar instrucciones y remitir circulares, otorgaran un halo de infalibilidad. En educación, como en cualquier otro ámbito de la política, el político de turno –o el pedagogo o el sindicalista- siempre encontrará un argumento o una estadística para avalar sus posiciones, aunque la realidad, como en el caso de nuestro sistema educativo, las desmienta tozudamente.

Volvemos a utilizar, por gentileza de su autor, William V. Barber, dos fotomontajes llenos de crítica mordaz y reflexión profunda para ilustrar este post.

Podéis ver una interesante colección de reflexiones gráficas en: http://williamvbarber.blogspot.com.es/

 

¿ES ESTO LO QUE QUEREMOS PARA CATALUÑA?

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