De lo irreal a lo probable

Editorial · Fernando de Haro
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3 diciembre 2023
Un cambio de época que cambiaría el modo de trabajar, de vivir, de entender lo que es propio del ser humano se ha podido desarrollar en el seno de una organización que no tiene que rendir cuentas. 

El caso Altman ilustra bien la densidad del reto. Hace un año pocos conocían a este directivo de la empresa tecnológica Open AI. Hoy es una celebridad y su despido y su vuelta a la compañía en menos de una semana se ha convertido en una de las noticias de las que más hablamos.

Hace apenas un año no conocíamos ChatGPT, la herramienta de Inteligencia Artificial (IA) desarrollada por OpenAI. Ahora los estudiantes la utilizan para hacer sus trabajos y sus exámenes. Muchos investigadores han dejado de redactar sus informes, muchos burócratas han dejado de escribir sus cartas. Todo lo hace ChatGPT. La rapidez con la que procesa millones de frases que tiene almacenadas, con la que usa modelos masivos de lenguaje, nos tiene a todos sorprendidos. Parece que la máquina realmente piensa.

En la cumbre del éxito de OpenAI, el Consejo de Administración de la compañía decidió despedir a Altman. Estamos hablando del máximo directivo de la empresa que podría cambiar qué entendemos por conocimiento, por conocimiento humano. Hicieron falta milenios para que la rueda cambiara el modo en el que nos movíamos. Y este cambio está siendo mucho más rápido, mucho menos transparente y mucho más decisivo.

OpenAI no era una firma  al uso. Se creó como una entidad de investigación que tenía como objetivo el desarrollo de una IA segura para toda la humanidad. En OpenAI convivían dos almas. El alma del largo plazo, encarnada por managers que estaban convencidos de que su misión era mejorar la vida en el mundo. Y el alma comercial que quería transformar a la empresa en el nuevo Google, capaz de obtener formidables resultados.

En 2019, la necesidad de liquidez hizo que OpenAI recibiera  una inversión de 1.000 millones de dólares de Microsoft. Desde entonces el tecno-capitalismo optimista que ha arraigado en el norte de California fue avanzando entre sus directivos. La mentalidad de Silicon Valley,  para la que el uso de grandes cantidades de capital riesgo y una buena dosis de ambición permiten conquistar el mundo, se convirtió en la nueva cultura empresarial.

El despido de Atlman habría sido el último intento del alma del largo plazo por mantener OpenAI fiel a sus orígenes. Su rápida vuelta al puesto, favorecida por el apoyo de los empleados, supone la victoria definitiva del alma comercial. Reuters, agencia de información solvente, ha contado que un grupo de programadores, antes del despido de Altman, envió una carta al anterior Consejo en la que informaba de que se había desarrollado una nueva herramienta potencialmente muy peligrosa. Una herramienta que podría “amenazar a la humanidad”. Conocida como Q* (Q Star), sería capaz de realizar cálculos matemáticos. La máquina habría aprendido a pensar. No con autoconciencia, pero sí habría sido capaz de ir más allá de la predicción estadística para el desarrollo de una frase.

En realidad no sabemos lo que ha pasado en OpenAI. Y es probable que nunca lo sepamos. Un cambio de época que cambiaría el modo de trabajar, de vivir, de entender lo que es propio del ser humano se ha podido desarrollar en el seno de una organización que no tiene que rendir cuentas.

En los últimos siglos hemos construido sistemas de relaciones internacionales multilaterales para evitar abusos de poder. Hemos desarrollado controles para equilibrar los excesos del mercado. Hemos levantado estados-nación basados en la soberanía popular. Desde la Ilustración nos hemos confiado a principios universales abstractos para regir nuestras vidas y nuestras relaciones. Todo el sistema se ha vuelto insuficiente para mantener en pie lo propio del conocimiento humano, del yo. Ni las instituciones, ni las campañas sociales “de resistencia” pueden ayudar a defender y sostener la intangibilidad del yo humano. Solo una estima por el modo humano de conocer, una estima concreta que surge de experiencias particulares. Solo lo concreto saca a relucir lo irreductible del yo. Ese yo  que cuando conoce espera -espera incluso antes de decidir esperar-, que cuando conoce se siente atraído, emocionado, intrigado por el sentido de cada cosa.

Al conocer no podemos dejar de convertir “lo irreal en posible, luego en probable, después en un hecho incontrovertible”. No podemos dejar de esperar y dejar de “transformar los deseos en palabras” (Faulkner). Eso nos hace humanos.

 

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