Editorial

De la patria al peor imperio

Editorial · Fernando de Haro
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27 noviembre 2016
La muerte de Fidel es como un espejo, las reacciones que provoca retratan las posiciones ideológicas de cada uno. Vuelven algunas viejas sensibilidades que ensalzan a Castro. Pero la pregunta más importante es la más práctica. ¿Todo ha quedado atado y bien atado? ¿Lo que no consiguió Franco tras su muerte lo logrará Fidel Castro?

La muerte de Fidel es como un espejo, las reacciones que provoca retratan las posiciones ideológicas de cada uno. Vuelven algunas viejas sensibilidades que ensalzan a Castro. Pero la pregunta más importante es la más práctica. ¿Todo ha quedado atado y bien atado? ¿Lo que no consiguió Franco tras su muerte lo logrará Fidel Castro? El Comandante, con mayúscula porque en la isla no hay otro, había dejado oficialmente el poder en 2008. Se había convertido en un anciano de movimientos torpes, enfundado siempre en ropa deportiva. Aparentemente no contaba nada. Ya ni tenía fuerzas para una de sus grandes pasiones: esos largos monólogos en los que pontificaba sobre lo divino y lo humano. Era incluso un estorbo para su hermano Raúl, el actual presidente, por sus salidas de tono. La muerte de Fidel es para algunos irrelevante, solo una ocasión del castrismo para mostrarse más vivo que nunca. Su fallecimiento en la cama no tendría otro valor político que confirmar la capacidad de resistencia del comunismo cubano.

Seguramente las cosas no son tan sencillas. Es cierto que el poder real en Cuba hasta el pasado viernes ha estado en y está en manos Raúl Castro y, sobre todo, en manos del grupo de militares, no más de diez, que integran el Politburó. Son esos militares los que controlan la industria pesada y la industria turística del país. Tienen más poder que el Partido Comunista. Se trata de una especie de Junta Militar en la que sus miembros se vigilan intensamente pensado en el día en que muera Raúl Castro (que tiene 85 años) o en el que se retire (tiene prometido que lo hará en 2018). En ese momento lo más probable es que haya un duelo abierto entre Miguel Díaz Canel, el vicepresidente del Gobierno, que representa el ala reformista, y Alejandro Castro, hijo de Raúl Castro, coronel que controla todos los servicios de inteligencia y que representa el ala dura.

Se van a cumplir dos años desde que se anunciara la reapertura de las relaciones diplomáticas con Estados Unidos. Obama, en un gesto inteligente, que estuvo auspiciado por el Papa Francisco, quiso reabrir su país a Cuba, pero en este tiempo Raúl Castro no ha dado pasos significativos para abrir Cuba a la libertad. Las embajadas en La Habana y en Washington funcionan con normalidad, el presidente saliente ha paseado el deshielo por la Habana vieja, los cubanos han podido bailar con la música en directo de los Rolling Stones. Pero en lo esencial todo sigue igual. Como quedó claro en VII Congreso del Partido Comunista Cubano de la pasada primavera, Raúl Castro no es Gorbachov. Las reformas económicas en favor de la iniciativa privada son tan tímidas y tan simbólicas que no aportan más crecimiento. La tasa de formación de capital no rebasa el 9 por ciento mientras que en las economías más pobres de América Latina triplica esa referencia (27 por ciento República Dominicana, 21 por ciento Bolivia).

Raúl Castro y su Junta Militar siguen encastillados en un inmovilismo sin libertades, sin pan y sin planes para el futuro. Fidel Castro era, dicen los cubanos de la isla, más que un viejo inútil. Seguía limitando algunas decisiones de Raúl y es motivo de orgullo para tres generaciones educadas por la propaganda oficial. La chispa del cambio, ante tanta inflexibilidad, puede estallar en cualquier momento.

La muerte de Fidel supone la muerte de un pretendido redentor. Su “redención” somete a la isla al tercer imperio, el más despiadado de todos. Como explicaba Methol Ferré, Castro se hace con el poder (1959) apenas 25 años después de la independencia más o menos efectiva de Cuba. La insurrección de los cubanos en 1895 es el fin del ciclo de los movimientos de liberación iniciados a comienzos del XIX en América Latina. La secesión de España en 1898 fue más formal que efectiva. La enmienda Platt (1899), vigente hasta 1934, convertía a Cuba en un protectorado de Washington. La isla dejó de formar parte del benigno imperio español para caer bajo el control del imperio de Estados Unidos, mucho más exigente. Castro quiso con su revolución conseguir una segunda emancipación y sometió a los cubanos al peor de los imperios, el del totalitarismo soviético. El comandante alimentó el espejismo: una islita pequeña había salido victoriosa frente al gigante estadounidense. El complejo anti-Washington y el desembarco de los soviéticos hizo el resto: el marxismo se difundió con intensidad en las décadas de los 60 y 70 en América Latina como un sueño utópico acompañado de mucha violencia y mucho dolor. La respuesta en muchos casos fueron unas dictaduras que se cobraron un precio altísimo. Cundió la dialéctica marxismo/anti-marxismo que tanto daño hizo a los pobres reales, a los pobres que no eran una categoría de la historia.

Todavía hace escasos años había quien ensalzaba en España la capacidad de resistencia y heroísmo de Castro frente al enemigo cultural y simbólico norteamericano. Ahora Podemos lo vuelve a revindicar y habla de un referente de la dignidad latinoamericana. Castro fue en su origen un nacionalista redentor, que se apropió de las categorías propias de la religión aprendidas en su juventud. En nombre de la liberación nacional se sometió al peor imperialismo. Una buena lección ahora que el nacionalismo vuelve ser objeto de idolatría.

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