De Brasil, la gran epopeya de la vida

Se recorren sus seiscientas páginas como se vive la existencia humana, camino largo y complejo que se resume en el título Gran Sertón: veredas. El ‘sertón' (sertão) son las vastísimas tierras incultas del interior del Brasil, un inmenso territorio cruzado por las ‘veredas', valles que se forman entre las sierras y mesetas desérticas del sertón. Los misteriosos dos puntos del título son como un lazo fuerte, que irá desvelando su significado en la lectura, entre el gran desierto y el valle fértil, rodeado de palmeras de burití y pequeños ríos: "¡Viajar! pero de otra manera: ¡transportar el sí de aquellos horizontes!" (395).
La crítica, desconcertada ante una obra de la índole de Gran Sertón cuando se publica en los años cincuenta, ha consagrado luego a Guimarães Rosa y a esta novela en particular como el epígono de la literatura brasileña del siglo XX. Es sin duda una epopeya "…guiada por la extrema presencia de la fe", como decía el poeta Cavalcanti Proença.
Un forastero quiere conocer el sertón, "este mar de territorios". Riobaldo, yagunzo de por allí (así se llamó a los singulares justicieros de esa inhóspita tierra) desea acompañarlo y mostrarle todo lo que él ha visto y vivido, pero ya está viejo para cabalgar junto al extranjero, lo acompañará entonces por el sertón a través del relato de sus recuerdos: "…los altos claros de las Almas: el río se despeña de allí, en un afán, espuma próspera, bruje; cada cascada, sólo tumbos […]. Quien me enseñó a apreciar esas bellezas sin dueño fue Diadorín" (42). El yagunzo cuenta su vida, entretejida desde muy joven por el hilo de un amor secreto: "Por todas aquellas lejanías he pasado, con persona mía a mi lado, queriéndose bien la gente. ¿Ya calculó, sufrido, el aire que es añoranza?".
Riobaldo une su camino al de este otro yagunzo, Diadorín. Nombre sonoro, con dos significados que nos guían en la lectura de toda la obra (en Guimarães es una constante la meditación sobre el lenguaje, en el que el hombre se descubre a sí mismo). Diadorín quiere decir tanto "travesía del dolor" como "don divino". Riobaldo atraviesa el sertón junto a Diadorín, y aprende en su compañía las primeras verdades, como por ejemplo que el amor es una ofrenda y no es distinto al mayor de los sufrimientos: "El corazón es esto, todos estos pormenores. El amor, ya de por sí, es un algo de arrepentimiento" (55).
El camino comienza, como los relatos populares, con un edén: "…aquel pasto-mermelada…redóblase luego en la brotación, tan verdemar, hijo de la menor llovizna"; siguen las reflexiones sobre el orden del mundo, el bien y el mal, la libertad: "…un mismo suelo, y con igual formato de ramas y hojas, ¿no da la mandioca mansa, la común que se come, y la mandioca brava, que mata?"; luego el paso por los infiernos: "…no daba paso a gente viva, era el raso peor habiente, era un escampo de los infiernos" ,"no encontré tiempo para mirar al cielo" "¡niego que te quiero, en lo mal!" y, sin embargo, el irrenunciable apego a la vida: "…aquella travesía duró sólo un instantito enorme", "¿puedo esconderme de mí?", "ventilé que toda criatura merecía la tarea de vivir, que aquel hombre merecía vivir, por motivo de una gran belleza en el mundo, a lo repentino. Yo había resistido la tercera vez".
Afirma la crítica, y se puede entrever en los ejemplos citados, que el trabajo de Guimarães con la lengua brasileña es comparable con el de Joyce o Faulkner con el inglés. En el brasileño este estilo nuevo, musical, risueño, que parece despertar la realidad de algún largo letargo en el que hubiera caído, corresponde a un pensamiento que cuestiona, que ama, que no se conforma, que destina la palabra a ser testigo del gran misterio de la vida: "Travesía peligrosa, pero es la de la vida. El sertón que sube y que baja. Pero es que las curvas de los campos extienden siempre hacia más lejos. Allí envejece el viento".