Cuestiones centrales en el marco del desarrollo de la nueva ley educativa

Mundo · Ferrán Riera
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19 enero 2017
Con independencia de lo que pueda suceder con el programa de implantación de la LOMCE, todo parece indicar que está activo el rumbo hacia lo que se denomina “una nueva educación”. Este artículo, sin intención de ser exhaustivo, pretende poner sobre la mesa algunos elementos a tener en cuenta en el análisis de la toma de decisiones que los centros educativos tendrán que llevar a cabo en los próximos cursos.

Con independencia de lo que pueda suceder con el programa de implantación de la LOMCE, todo parece indicar que está activo el rumbo hacia lo que se denomina “una nueva educación”. Este artículo, sin intención de ser exhaustivo, pretende poner sobre la mesa algunos elementos a tener en cuenta en el análisis de la toma de decisiones que los centros educativos tendrán que llevar a cabo en los próximos cursos.

Vientos de cambio en el paradigma educativo

Cataluña se encuentra actualmente atravesada por un huracán, un vendaval de propuestas educativas. No hay un solo día en que no salga en artículos o programas de televisión lo que se conoce como la “construcción de una nueva escuela catalana”, donde se recogen de forma fiel los postulados competenciales de la nueva ley y se propone como modelo a seguir la escuela de innovación tecnológica, basada en gran parte en la teoría de inteligencias múltiples de Gardner y en los nuevos conocimientos que ha dado la neurociencia de cómo el cerebro aprende, en el marco de la sociedad tecnológica y cambiante del siglo XXI.

Se aprovecha el desarrollo de la nueva ley para proponer con todos los medios posibles una apuesta pedagógica estructurada sobre cuatro ejes. El primero de estos ejes considera que el objetivo de la educación es proporcionar competencias a los chicos y chicas, esto es, que “sepan hacer”. El segundo eje postula que las prácticas de aprendizaje deben estar basadas en el conocimiento de la manera en que el alumno aprende y, por tanto, conviene que sean prácticas basadas en sistemas colaborativos, de aprendizaje-servicio, etc. El tercer eje es la centralidad de la autoevaluación, la autorregulación del propio alumno en el proceso de aprendizaje. En cuarto lugar y último eje tenemos la organización autónoma y flexible de la misma escuela.

Hay cosas positivas en todo esto. La primera es que se percibe que alguna cosa se está moviendo y, por tanto, que la olla está en ebullición. Esto en sí ya es bueno pero corremos el riesgo de sentirnos (sobre todo en los colegios pequeños con dificultades económicas para subsistir) como quien está delante de una ola gigante que se nos viene encima, y que sí o sí nos va a arrastrar.

El papel del maestro

¿Qué debemos hacer los maestros ante todo esto? Se trata de una situación en la que no vale dejarse arrastrar simplemente. El respeto hacia la propia profesión, a la sagrada vocación de enseñar, requiere que los maestros hoy, desde infantil hasta Bachillerato, se planteen con seriedad y rigor qué experiencia han hecho y hacen dentro de las aulas para poder decidir (con la libertad necesaria para después poder educar) qué tren cogen y en qué vagón se instalan para poder desarrollar su profesión y, por tanto, también una parte significativa de su vida.

En su libro “El arte de educar”, el profesor Franco Nembrini (posiblemente uno de los genios educativos más brillantes que ha tenido el sur de Europa en los años 90 y 2000) dice que el profesor “tiene la responsabilidad del encuentro entre el chaval y la realidad”. Esto quiere decir que el profesor no es simplemente un puente entre el alumno y la realidad sino que es responsable de este encuentro, y lo es en la medida en que es testimonio de su propia relación con la realidad.

Si siguiendo los postulados de la vanguardia pedagógica hoy en día todos estamos de acuerdo en que “una definición, para que no sea la imposición de un esquema, ha de ser la consecución de algo que ha sido previamente conquistado”, entonces, dentro de esta dinámica, podemos entender que el maestro es testimonio delante del alumno (y no un mero mediador) porque documenta con su propia presencia esta “conquista” e impulsa al joven a ponerse en marcha para realizar la suya.

El objetivo de la educación

Para entender bien el papel del maestro es necesario entender bien cuál es el objetivo de la educación. En este sentido, cualquier intento de consenso en la legislación educativa no servirá para nada si no hay primero una profunda reflexión compartida sobre el objeto de la educación. Por lo menos sobre aquellas cosas sencillas y de fácil reconocimiento que tienen las cosas humanas que de verdad importan.

En primera instancia, parece que es fácil estar de acuerdo en que “el objetivo de la educación es el crecimiento de la autoconciencia del alumno, es decir, en comprender qué significa la realidad y quién es él”. La utilidad de una descripción como esta sobre la educación es que, por su propia sencillez, nos permite ver “en acto” si estamos educando o no.

Hoy, sin embargo, se presenta la educación en las competencias y en el “saber hacer” contraponiéndolo a la pedagogía basada meramente en las habilidades cognoscitivas, es decir, la de aquel tipo de escuela que hay quien considera culpable del colapso educativo de nuestro país y que va deshaciéndose hasta convertirse en una escuela “neutra”, sin fisonomía clara, contra la que se sienten los cantos de sirena de la innovación educativa. Debemos reconocer que hay una parte de verdad en este planteamiento pues en el “saber hacer”, en estas competencias, entran en juego todas las habilidades cognoscitivas que se pretendían educar para ayudar al chaval a crecer.

Pero la experiencia humana es que “conociendo uno se conoce”. Cuando entiendo una cosa entonces me entiendo más a mí mismo, cuando comprendo, cuando incorporo un poco de fuera en mi interior, cuando conozco una cosa, cuando la acojo: yo me entiendo más a mí mismo. Por tanto, si el objetivo de la educación es el crecimiento del alumno y el crecimiento del alumno se da en el conocimiento, en el acto de conocer, educar implica proporcionar al alumno experiencias de conocimiento. Puede parecer un discurso teórico-filosófico, pero no lo es. Es una simple constatación de lo que sucede.

La naturaleza del conocimiento

El conocimiento siempre es relacional, es decir, conozco en la medida en que comprendo las relaciones internas de las cosas, como saben bien los profesores de lengua y de matemáticas.

El momento de la comprensión es ese momento sagrado en que el alumno dice “¡ah! entonces…” y descubre la relación entre el contenido que acaba de conocer y otra parte de la misma materia o bien de otro curso. Ese es el momento en que el profesor “ve” que el alumno crece.

Es por este motivo, porque el conocimiento es relacional, que es útil “enseñar haciendo” como también lo es el trabajo cooperativo o el aprendizaje significativo. Las relaciones que hay dentro de las cosas se aprenden con más facilidad si el alumno hace experiencia. Por tanto, es un bien necesario desarrollar la competencia adecuada para poder conocer. A esta constatación hay que añadir otra no menos importante: el chico o la chica, en el acto de conocer y de comprender, desarrollan y asientan las propias competencias que les han llevado hasta ese mismo conocimiento.

La competencia, pues, es algo que se despierta y se desarrolla en la dinámica de comprender las relaciones que hay en las cosas (conociendo) y es en esta dinámica también cuando se da una mejor comprensión de uno mismo, de cuáles son mis propios límites, mis dones y mis capacidades, etc. De hecho, no hay competencia verdaderamente adquirida sin el conocimiento de la propia capacidad.

Si se entiende esto se valora en su justa medida el “enseñar a hacer”. Se trata de un medio imprescindible para que la educación llegue a buen puerto.

El protagonista en el proceso de aprendizaje

Si, tal como hemos dicho, el alumno crece conociendo la realidad, entonces podemos comprender por qué Jungmann dice que “la educación es la introducción a la realidad total”.

Según esto, recogiendo definitivamente lo que hemos dicho al principio, el maestro será básicamente testigo de dos cosas:

1) De que la realidad, eso que quiere conocer el alumno, vale la pena y merece ser conocida.

2) De que la realidad tiene significado, que la puedo comprender, que se puede comprender.

El protagonista del proceso de aprendizaje es el niño, en cuanto es el sujeto que realiza la acción de aprender. Todo proyecto educativo que se precie debe tener en cuenta este protagonismo del alumno, este ponerle en el centro. Ahora bien, de lo que hemos dicho anteriormente se desprende que quien ordena y establece las “leyes” para que ese aprendizaje se dé no puede ser (de hecho no lo es) el niño. Tampoco el maestro (que es quien indica, provoca, acompaña). Quien gobierna el proceso de aprendizaje es la realidad misma, es decir, lo que deseamos aprender. Esto convierte al maestro en testigo de la primacía de la realidad en su propia vida, primacía de lo que sucede delante de la idea que él mismo tiene de lo que debería suceder.

De otro modo la realidad deviene tantas veces excusa, pretexto y simplemente medio para desarrollar un “saber hacer” y esto tiene dos consecuencias demoledoras sobre el “protagonista”:

1) Se generan jóvenes autorreferenciados, definidos solamente por lo que son capaces de hacer. Hoy en día el rico ya no es el que tiene sino el que sabe hacer, el que es capaz de hacer muchas cosas. Nota bene: esta concepción de la riqueza humana como aquella capacidad de hacer muchas cosas no solamente forma parte del paradigma educativo, sino que está en nosotros, en nuestro ambiente. ¿Cuántos de nosotros vivimos y nos descubrimos valorándonos a nosotros mismos por lo que somos capaces de hacer? ¿Valorando nuestra vida, incluso, por lo que somos capaces de construir? Que no nos extrañen, pues, las nuevas iniciativas de eutanasia para los que se sienten inútiles o los que no son capaces de hacer. Son iniciativas concordes a esta situación.

2) Segunda consecuencia de una educación que utiliza la realidad como excusa, como pretexto para desarrollar un “saber hacer”, y en la que el maestro no es un testigo de aquello que se dice es que generamos jóvenes para insertarlos en un sistema de producción. Si lo sabemos hacer bien, produciremos bien. La prueba está en que este insertar a los jóvenes en el sistema de producción, sin quererlo, se ha convertido en la medida del valor de la educación. Hemos acabado valorando la educación en si somos capaces de insertar bien en el sistema de producción a nuestros alumnos. No digo que no sea necesario mirar esto, faltaría más, una escuela debe mirar qué hacen sus exalumnos después de pasar por el colegio, cómo se les prepara para lo que debe llegar. Pero en ningún caso esto se puede convertir en la medida absoluta de la educación.

Último punto: el maestro es testigo de la misericordia

Corremos el riesgo de querer construir un sistema educativo ideal, perfecto en sus postulados e intenciones pero que, al no tener en cuenta la experiencia en educación o, lo que es peor, teniendo sólo en cuenta visiones parciales basadas en cierta percepción del fracaso que no tiene en cuenta cuándo y en qué lugares se ha educado verdaderamente, se convierta en una inmensa torre de Babel, loable en su intento como esfuerzo de la voluntad humana pero estéril en sus frutos.

Cuando uno tiene la suerte de poder dialogar con los jóvenes (adolescentes de secundaria y jóvenes de bachillerato o universidad) puede sumergirse, si quiere, a conocer las percepciones que tienen del mundo en el que viven y en la lectura que hacen de sus propias experiencias.

Es sorprendente que muchos de nuestros jóvenes narran su relación con los estudios como quien describe una carrera de obstáculos, intentando que el paso por la escuela o la universidad sea un no caer en una de las múltiples vallas que se encuentra en su carrera hacia el título que creen necesario para lograr cierto grado de felicidad. A menudo los padres participan de esta idea y, sin quererlo ni ser conscientes, “entrenan” a sus hijos para que estén atentos, no se equivoquen y puedan superar con éxito las pruebas que tendrán que pasar sus hijos para demostrar que son válidos y adecuados en esta sociedad competitiva que les espera.

Estamos tan convencidos de esta dinámica que a menudo no nos damos cuenta de la disfunción que genera el miedo a equivocarse en el proceso educativo. Porque sólo se lanza a la aventura, a la carrera de conocer y crecer uno que no tiene miedo, y para no tener miedo hace falta vivir de una certeza afectiva y no el estar convencido de que no caeremos.

Sirva como ejemplo de lo que decimos esta imagen: el niño, cuando está en el mar, en la playa, hace castillos de arena, pozos, lucha contra las olas, se conoce a sí mismo, lucha contra el mar, juega y conoce, entiende la realidad y se pone a construir. Si de repente se gira y ya no ve a sus padres, si sus padres desaparecen, de repente esta aventura de conocer, de comprender, de construir, se convierte en algo que le asusta y le da miedo. Eso mismo que le parecía fascinante poder vencer se convierte entonces en una cosa violenta para él.

Esta certeza afectiva que permite al niño no tener miedo nace de la mirada del adulto hacia él. Una mirada llena de significado de una de las palabras que ha abastecido la cultura de Occidente y que ha sido objeto de revisión por parte del Papa Francisco el año pasado: la misericordia.

Quien educa sólo lo puede hacer en la medida en que es testigo de esta misericordia en una doble dirección.

En primer lugar, el educador está llamado a testimoniar la experiencia que se tiene originalmente en descubrir la realidad: la sorpresa porque existen las cosas, porque se pueden conocer. La alegría que experimentas al conocer es alegría de alguien que descubre que otro ha pensado en él, que no ha tenido en cuenta su pequeñez, su inadecuación a las cosas y en cambio le ha dado la posibilidad de comprender y de conocer. El maestro es testigo de este impacto. Es la misma misericordia que se puede tocar en la experiencia del enamorado. Cuando uno se enamora de las cosas, cuando se enamora de lo que explica, de la belleza, de la verdad que envuelve lo que explica y, más aún, cuando uno se enamora de otro, se descubre a sí mismo querido inmerecidamente y agradecido por la existencia del otro.

La segunda dirección de la misericordia es la experiencia de que el propio mal, la propia incapacidad y el no “saber hacer” no es la última palara. En la evaluación, el profesor también es testigo de esto. En la evaluación, que puede implicar que el alumno suspenda, el profesor sabe que el error o la falta de adecuación del alumno hacia lo que se le pide no es la última palabra porque tampoco lo ha sido para él. De esta forma la evaluación se convierte en el lugar donde misericordia y verdad se encuentran.

Este es un camino que necesitaremos recorrer juntos, en esta nueva etapa que se abre al desarrollo y aplicación de la nueva ley educativa. Existe la sensibilidad para hacerlo y la experiencia, dolorosa en algunos aspectos y gozosa en otros, de un pasado no muy lejano en la historia educativa de nuestro país.

¿Qué persona queremos que crezca en nuestras aulas cuando decimos que queremos que los alumnos acaben siendo ellos mismos? En función de la respuesta a esta pregunta tomaremos de una forma u otra las novedades que puede aportar su desarrollo. Será necesario, eso sí, ser serios y no desistir en el intento de captar las consecuencias de las decisiones organizativas y didácticas que tomemos en los centros.

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