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Cuando la izquierda lleva razón

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20 mayo 2012
Llamar a Obama y a Hollande líderes de la izquierda es un anacronismo. Algo así como utilizar esquemas mentales de la Edad Media para explicar la composición de la Asamblea Nacional durante la revolución francesa. Pero seamos, por una vez, anacrónicos y reconozcamos que, a pesar del gran peligro que representan, en algo llevan razón.

Obama puede hacerle mucho daño a Estados Unidos en los meses que quedan de campaña electoral. El actual presidente llegó a la Casa Blanca como un candidato post-ideológico, alguien que estaba más allá de la derecha y de la izquierda, más allá de las luchas raciales, alguien que trascendía la tradicional lucha de los negros por el reconocimiento de los derechos civiles. Se presentó hace cuatro años como una figura transversal que en realidad se limitaba a recoger el cansancio y el rechazo que provocaban los errores cometidos por Bush. Pero el Obama de las últimas semanas tiene poco que ver con el de 2008.

El perfil más radical que ya había anticipado su enfrentamiento con la Iglesia católica se recorta ahora de forma clara. El arranque de la campaña es decisivo. Está en disputa el voto que ni es fiel a los republicanos ni a los demócratas, que representa el 30 por ciento del electorado. Y en estas primeras semanas se pueden decidir muchas cosas. Por eso Obama ha apretado el acelerador. Su estrategia se ha apoyado, de momento, en construir una imagen muy negativa de Mitt Romney, acusándole de ser un empresario avaricioso y destructor de empleo, y en su apuesta por el matrimonio homosexual. Obama utiliza la polarización, tan criticada con razón a la gente del Tea Party, como herramienta electoral. Pone así en peligro la tradición de un país en el que el consenso forma parte de su ADN constitucional. Llamarle un candidato de izquierdas a alguien así es pura convención, en realidad es un radical.

Como seguramente lo va a ser también Hollande. Porque el nuevo presidente de la república francesa no va a pasar a la historia por la subida de los impuestos a los ricos, que en realidad es irrelevante. Si se produce van a ser muy pocos los que pagarán ese 75 por ciento que prometió en campaña. Lo que seguramente hará célebre al presidente francés serán medidas como las que en su día tomó Zapatero. Ya veremos lo que sucede, por ejemplo, con la eutanasia.

Algunos creen ver en el nombramiento como primer ministro de Jean-Marc Ayrault, educado en el catolicismo y líder de organizaciones cristianas obreras, la posibilidad de que su radicalismo se modere. Biden también ha sido el vicepresidente católico de Obama sin que eso haya servido para determinar nada su política. Más bien ha sido un rehén.

Estos dos políticos de izquierda, sigamos con la convención, son una amenaza para muchas cosas. Pero hay que reconocer que en el G-8 de este fin de semana en Camp David han lanzado un mensaje sensato. De la crisis se sale con políticas que apoyen el crecimiento. Ahora Merkel dice que también está dispuesta a apoyar la fórmula. Pero la canciller alemana cuando habla de crecimiento lo hace en alemán, está pensando en que la próxima cumbre de finales de junio de la Unión Europea destine los fondos estructurales no utilizados a ayudar a las PYMES.

La solución es totalmente insuficiente. La única política de crecimiento que de momento ha funcionado es la de Estados Unidos, la que ha impulsado la administración Obama, basada, sobre todo, en decisiones monetarias. La Reserva Federal ha inyectado dinero en el sistema sin tener miedo a la inflación. No hay otra solución para Europa que una bajada de tipos. Dinero más barato para hacer posible la inversión. Pero eso supone hacer frente a los pensionistas alemanes, que son muy ahorradores, y que no quieren que se devalúe de lo que tienen guardado en las huchas. No se dan cuentan de que Alemania, que exporta el 70 por ciento de sus bienes a la Unión Europea, con esa política está ahorcando al euro y ahorcándose a sí misma. Dinero barato, compra de deuda sin límite por parte del Banco Central Europeo y un nuevo Plan Marshall para el Viejo Continente.

España, cuando termine de hacer todo el ajuste que tiene pendiente, seguirá teniendo un déficit estructural del 2 por ciento del PIB. Necesita cambiar de modelo económico para volver a crecer como lo hacía antes y para eso hace falta inversión en los sectores realmente competitivos: en un mundo de servicios y de turismo para Asia, en conocimiento, en inteligencia. Lo hicimos mal gastando el dinero que llegaba con el euro en la especulación del ladrillo, pero sin dinero no podemos cambiar. Y lo mismo le ocurre al resto de Europa: sin crédito será aún más irrelevante de lo que ya lo es en un mundo que cada vez está más dominado por el eje Asia-Pacífico.

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