Cuando Europa pide a las religiones ser `liberales`

Mundo · Olivier Rey
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6 abril 2016
Los últimos debates en Europa y Estados Unidos sobre cuestiones clave para la sociedad, como el aborto o los matrimonios entre personas del mismo sexo, muestran que en las sociedades contemporáneas occidentales ya no existe una ley natural común a creyentes y no creyentes. En otras palabras, sea cual sea la genealogía del secularismo contemporáneo, la brecha entre valores religiosos y seculares ha crecido tanto que ya no existe un bien común, y mucho menos un dios común (a “common Go(o)d”).

Los últimos debates en Europa y Estados Unidos sobre cuestiones clave para la sociedad, como el aborto o los matrimonios entre personas del mismo sexo, muestran que en las sociedades contemporáneas occidentales ya no existe una ley natural común a creyentes y no creyentes. En otras palabras, sea cual sea la genealogía del secularismo contemporáneo, la brecha entre valores religiosos y seculares ha crecido tanto que ya no existe un bien común, y mucho menos un dios común (a “common Go(o)d”). En este contexto, se registra cada vez en más lugares una preocupación muy extendida: ¿cómo conservar una cierta cohesión dentro de sociedades cada vez más diversificadas? Lejos de ser objeto de una simple reflexión teórica, la cuestión resulta más urgente que la creciente presencia musulmana en Europa. Pues el debate en sí no se limita al islam sino que se refiere al significado de la religión (de cualquier religión) en una Europa secular.

Identidad cristiana vs. valores europeos

Son dos las respuestas avanzadas habitualmente dentro de un debate transnacional que va de la filosofía (Habermas, Gauchet, Taylor, Walzer, Manent, Brague…) al derecho y a la política.

La primera insiste en la identidad europea “cristiana” o –mejor dicho– “judeo-cristiana”, que se opone, más o menos explícitamente, al islam. En este tipo de discurso, la referencia a una “identidad cristiana” en vez de al cristianismo representa en realidad una manera de secularizar a este último. Esta corriente subraya la noción de “cultura dominante”, des-universalizando el concepto de derechos humanos. El modo en que se ha impostado el debate sobre las raíces cristianas de Europa es muy instructivo a este respecto. Los padres fundadores de la Unión Europea (Robert Schuman, Jean Monnet, Alcide De Gasperi y otros), aun siendo en gran medida cristianos practicantes, no afrontaron la cuestión de las “raíces cristianas de Europa”, probablemente porque, sobre aspectos importantes de la vida social, se registraba entonces una discrepancia muy reducida entre una visión religiosamente inspirada y otra laica y secular. Si cincuenta años después la identidad cristiana se ha convertido en objeto de discusión, esto ha sucedido precisamente porque el cristianismo como fe y como práctica se ha debilitado, limitándose habitualmente a ser un indicador cultural, o cada vez más un marcador neo-étnico (“verdaderos” europeos contra “migrantes”).

La segunda opción consiste en cambio en subrayar los “valores europeos” y la “identidad (secular) europea”. Inicialmente, estos valores se concebían como una mezcla de liberalismo político, derechos humanos y estado social, pero luego esta última dimensión se vio significativamente obliterada y la primera sufre una desafección creciente, como marca de fábrica de Occidente ya solo quedan los derechos humanos. Respetarlos es una condición sine qua non para acceder a la Unión. Constituyen la “identidad europea” y quizás también la ideología europea. Los derechos humanos fueron establecidos inicialmente en oposición a las ideologías totalitarias, pero a partir de los años ochenta se invocaron para “domesticar” las normas religiosas percibidas en oposición a ellos (condición femenina, libertad de palabra vs. blasfemia, etc). Dentro de esta corriente está el llamamiento a las tradiciones religiosas para que se reformen y, accidentalmente, una actitud de este tipo va implícita en el apoyo ofrecido por los medios seculares al Papa Francisco (“¿conseguirá reformar la Iglesia?”). Algo que se hace muy explícito cuando pasamos a hablar del islam. Este llamamiento a la reforma tiene casi una dimensión autoritaria, hasta el punto de que cuando más pide Europa a las religiones que se vuelvan “liberales”, menos fiel permanece a su supuesto liberalismo “congénito”.

Ciertamente, en la lista de derechos humanos entra también la libertad religiosa. Pero esta es definida al mismo tiempo como un derecho humano y como una amenaza potencial a los derechos humanos. Como consecuencia, se observa en Europa una tendencia discutible a conferir derechos solo a aquellos con cuyos valores se está de acuerdo. Se tiende así a excluir a las comunidades de fe, que por definición no pueden aceptar en bloque los valores seculares. No parece exagerado afirmar que en muchos casos la libertad religiosa está en peligro, no porque haya limitaciones a su ejercicio (debe haber limitaciones), sino porque el simple hecho de practicar la religión en el espacio público siempre se ve en Europa como algo “extraño” en la mejor de las hipótesis y como fanatismo en la peor.

Una tercera opción

Lo que entre ambos enfoques no se consigue ver es que ninguna sociedad se funda sobre un consenso total de valores entre sus miembros o, más concretamente, que el rechazo del consenso no excluye a los individuos de la sociedad. En la Europa actual existe un derecho a rechazar los matrimonios entre personas del mismo sexo o contestar las leyes de bioética, etc, y no es posible reducir las normas religiosas a la esfera privada, pues esto comportaría expulsar a la religión de la esfera pública y por tanto prohibir las prácticas religiosas.

Las normas religiosas no son negociables para los creyentes, pero no deberían ser impuestas a los no creyentes. Los secularistas deberían aceptar la idea de que existe una “esfera religiosa” que puede contradecir los valores nacionales e incluso a la “cultura nacional”, pero cuyos miembros son parte de la comunidad política. La Iglesia católica es un típico ejemplo de esta “esfera religiosa” que no sigue las normas y valores dominantes (por ejemplo en materia de democracia o feminismo), pero no por ello se la debe obligar a ordenar mujeres sacerdotes.

En síntesis, la verdadera condición de una auténtica libertad religiosa en una sociedad realmente democrática no es erigir las normas de esta sociedad en cultura sino en un sistema de derechos. Deberíamos “secularizar el secularismo” (Étienne Balibar) para no transformarlo en una religión, una ideología o una cultura. Los derechos humanos son pura y llanamente derechos. No son una especificidad de la cultura europea, que en realidad ha producido y sigue produciendo también muchas otras ideologías políticas; por otra parte, la Primavera árabe demostró que muchos musulmanes están dispuestos a hacerlas suyas sin dificultad. Son una construcción reciente, frágil, a menudo contradictoria, difícil de actualizar sistemáticamente. No son una herencia del pasado, sino sobre todo un proyecto de futuro.

Una nota final, no carente de importancia en las circunstancias actuales. Europa debería relajar la permanente exigencia de reformas dentro de las tradiciones religiosas, y especialmente del islam. No olvidemos que, en contra del sentir común, un reformador no es necesariamente un liberal (¿acaso eran liberales, feministas, pro-semitas y demócratas Lutero y Calvino?). Una reforma teológica, por deseable que sea, solo puede surgir dentro de una tradición dada, mediante la interacción de sus miembros con la sociedad circundante. No es un requisito previo para vivir en una democracia secular.

Oasis

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