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¿Cuál es nuestra historia?

Mundo · Elena Santa María
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9 febrero 2017
La conversación se muere. Así titula Isabel F. Lantigua su artículo publicado en El Mundo sobre el libro “En defensa de la conversación” que ha publicado Sherry Turkle en España esta semana, en el que la autora analiza ´el riesgo que corremos al perder la capacidad de hablar a la cara, al eliminar el contacto visual, al negarnos la espontaneidad en una charla en persona´, ´la tecnología ha hecho que estemos experimentando una huida de la conversación cara a cara´ y esto tiene consecuencias muy negativas porque ´la conversación es la base de la democracia y los negocios, sustenta la empatía y es básica para la amistad, el amor, el aprendizaje y la productividad´.

La conversación se muere. Así titula Isabel F. Lantigua su artículo publicado en El Mundo sobre el libro “En defensa de la conversación” que ha publicado Sherry Turkle en España esta semana, en el que la autora analiza ´el riesgo que corremos al perder la capacidad de hablar a la cara, al eliminar el contacto visual, al negarnos la espontaneidad en una charla en persona´, ´la tecnología ha hecho que estemos experimentando una huida de la conversación cara a cara´ y esto tiene consecuencias muy negativas porque ´la conversación es la base de la democracia y los negocios, sustenta la empatía y es básica para la amistad, el amor, el aprendizaje y la productividad´. Sin ella, dice esta experta, ´perdemos aquello que nos diferencia del resto de las especies, perdemos nuestra humanidad´. En el libro ´Turkle constata que ahora ‘esperamos más de la tecnología y menos del otro’ y que ‘hemos sacrificado la conversación por la mera conexión’. Pero que tras esto se esconde una dolorosa realidad: ‘la sensación de que nadie nos escucha’´. Añade la autora del artículo que ´en una entrevista con EL MUNDO, Turkle comenta que al poco de empezar a investigar se dio cuenta de ‘la estrecha relación que existía entre la huida de la conversación y la huida de la soledad. La gente tiene miedo de pasar tiempo a solas. Trabajos realizados con estudiantes universitarios demuestran que éstos prefieren administrarse descargas eléctricas a sí mismos antes que estar a solas con sus pensamientos, sin teléfono, sin dispositivos o sin un libro. Para estos jóvenes, la soledad, con su carencia de estímulos externos es algo literalmente insoportable’´.

´La presencia de dispositivos interactivos que siempre llevamos encima implica que nunca más tenemos que sentirnos solos. Esto se hace evidente en la cola del supermercado o en un semáforo en rojo: la gente no se permite tiempo para reflexionar. Pero la capacidad para pasar tiempo con uno es un requisito para cualquier relación´, añade la autora. Y es importante porque trasciende el ámbito privado. Lo explica Turkle: ´Ahora mismo en EEUU estamos viviendo un momento en el que necesitamos pensar profunda y críticamente sobre cuestiones políticas. No podemos limitarnos a reaccionar sin más´, a tuitear sin más, ´necesitamos pensar las cosas con calma. Reflexionar las consecuencias. Hablar con uno para poder hablar luego con los demás´. Pero esto no está ocurriendo. ´Hacemos cosas que eran muy raras pero a las que nos hemos acostumbrado muy rápido. Por ejemplo, mandamos sms o entramos en Facebook durante reuniones corporativas. Chateamos en funerales. Nos alejamos de nuestro duelo para meternos en el móvil´, cita de nuevo Isabel a Turkle.

En El País, Manuel Cruz escribe sobre otro libro, “Hannah Arendt y la literatura”. ´Calificamos de enorme la importancia de lo narrativo porque va más allá de la mera constatación de su relevancia gnoseológica, asunto sobre el cual las manifestaciones arendtianas son de una inequívoca rotundidad (‘ninguna filosofía, análisis o aforismo, por profundo que sea, puede compararse en intensidad y riqueza de significado a una historia bien narrada’), para adentrarse en el terreno en cierto modo más básico, constituyente, de la definición del ser humano en cuanto tal (así, al comienzo de su trabajo sobre Rahel Varnhagen, destaca Arendt la significativa afirmación: ‘¿Qué es el hombre sin su historia? Un producto de la naturaleza, nada personal’). Pero tampoco esta última dimensión consigue agotar la formidable potencia de las narraciones, que, finalmente, deben ser consideradas también a la luz de la relación que son capaces de establecer con la vida de los hombres y, más en particular, con su sufrimiento (‘todos los sufrimientos se hacen soportables si se ponen en una historia o se cuenta una historia sobre ellos’, escribe en “La condición humana”, haciendo suya una frase de Isak Dinesen)´, explica Cruz.

¿Cuál es nuestra historia? ¿Qué podemos narrar sobre nosotros? En La Vanguardia esta semana aparecen dos ejemplos de esta narración de lo que somos. El primero es una historia que cuenta Juliá Guillamón sobre la vida de Olli Mäki, boxeador, que ahora se ha llevado al cine. Guillamón cuenta de él: ´El Olli Mäki de Kuosmanen es un chaval sencillo. Le tira los trastos a una maestra de escuela, Raija, que le sigue en su aventura. La chica se cansa de no poder estar con él y regresa a casa: el chico abandona los entrenamientos y corre detrás de ella. Mäki es uno de tantos boxeadores que no acabó de llegar a la cima. En 1964 ganó el campeonato de Europa pero sólo lo pudo defender una vez. El combate contra Carrasco fue de esos preparados para que el joven campeón se luzca ante un púgil que ha iniciado el declive. En la última escena de la película Mäki y Raija juegan como dos niños junto al río, tras la derrota contra Davey Moore. Se cruzan con una pareja. ‘¿Seremos como esta pareja cuando seamos mayores?’. En los créditos descubrí que los paseantes eran realmente Olli y Raija, que ahora tienen ochenta años. El amor que mueve el sol y todas las estrellas, que cura y hace olvidar los guantazos´.

El segundo ejemplo lo escribe Inma Monsó desde el hospital Arnau de Vilanova, donde acompaña a su madre, que ha sufrido un accidente. ´Unos días en el hospital Arnau de Vilanova como acompañante de mi madre accidentada me han deparado algunos encuentros imborrables. Aleccionador fue el encuentro que tuve con mis vecinos de habitación; el sinyor Ramonse turnaba con su mujer para cuidar de su suegra. De Almenar y payeses, jamás la dejaban sola (cuando yo, por ejemplo, me veía obligada a descansar un rato en casa o salir a tomar algo cada dos horas). Haciendo gala de un estoicismo impecable, sin buscar entretenimiento alguno (ni prensa, ni móvil, ni tableta, ni tele), siempre pendientes de su enferma e incluso de la mía, eran de esa clase de personas que parecen haber nacido para cuidarse entre ellas sin queja alguna, y sin atender a ninguna otra idiotez que no sea la vida, la enfermedad o la muerte. Una lección de sabiduría procedente de la naturaleza misma: ‘Ves-te’n a sopar tranquil·la, xiqueta’, me insistía Ramon. Y como quiera que el cuidado de un enfermo encamado requiere de algunas acciones que la mayoría de la gente fina considera desagradables o incluso repugnantes, cuando me negué a irme me dijo, con legítimo orgullo pagès, la frase siguiente: ‘A nantros no ens fa res, tot això. Nantros som pagesos. No sinyoritos’. El último día me trajo kiwis de su huerta.´

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